Espacio de opinión de Canarias Ahora
Carlos Álvarez y Su Señora por Faustino García Márquez
El problema de los isleños contemporáneos de Beatriz no fue aprender la Historia, sino destruir su propia memoria, tras recibir la inesperada y contundente visita del Renacimiento europeo y soportar el salto mortal y medio desde el neolítico a la modernidad. Intentarían conservar la lengua y la cultura de sus antepasados, el conocimiento acumulado por generaciones; pero se verían finalmente obligados a olvidar, para que sus hijos y sus nietos pudieran sobrevivir, miméticos y desapercibidos, envueltos en la lengua y la cultura de conquistadores y colonos. Pero la desmemoria tiene un precio, y fue arrinconando a los aborígenes, como lo hicieron los nuevos dueños de la tierra y del aire y de los ganados y de ellos, hasta que olvidaran sus propios nombres, hasta que no recordaran lo que significan los signos grabados en el basalto, hasta que el hermoso tejido de su lengua cayera roto en mil pedazos y apenas quedaran unos cuantos gajos, el leve hilo de las palabras sueltas que describían cosas que los otros, los nuevos, no conocían: lugares, plantas, animales, alimentos.
Hasta que se desvanecieran en la Historia, como fantasmas. Pero, como dice la cantata de otro mencey resistente, no desaparecieron; sólo se hicieron transparentes, esperando el tiempo en que pudiéramos encontrarlos de nuevo en nosotros, en que pudiéramos sentirnos de nuevo orgullosos de ser ellos, o de no serlo y reavivar así, una vez más, la incivil guerra. Y aunque sigamos sin recordar las voces en el aire y los signos en las piedras, al menos recuperamos retazos de memoria.
Para dar sentido a esa memoria troceada y construir una narración verosímil, Carlos Álvarez cose los pedazos de la historia sobre una sólida y atractiva trama literaria en la que siempre podrán adivinarse los hilos de una guerra civil, pero que no caerá nunca en el ajuste de cuentas: le toca al lector pensar su propia Historia. Y esto no es frecuente en las novelas históricas canarias e incluso en nuestra Historia académica, donde no es raro tropezar con autores más o menos decimonónicos que toman partido y hablan de “los nuestros” al tratar de los europeos o, con menor frecuencia, de los aborígenes, para terminar convirtiendo la dura realidad de la conquista y colonización en una idílica mezcla de razas y fluidos corporales o, por el contrario, transformar la novela o la historia en un panfleto rebosante de odio y, otra vez, de fluidos corporales.
Tampoco es tarea fácil evitar el recurso a la monstruosidad y a la inhumanidad. Solo Pedro de Vera quedará algo apartado de la narración, en una hosca penumbra, pero la novela no oculta la cara feudal, justiciera e implacable de Beatriz, ni la codicia y soberbia de Hernán Peraza o la ferocidad y alevosía de Alonso de Lugo, sin que por ello el autor los reduzca a monstruos. No son personajes; son personas que tienen sentimientos y experimentan emociones, por más que nos resulte difícil de asimilar cuando en el centro del tiempo de la novela está el hecho más espantoso de entre los aterradores sucesos de la conquista: la represión por Pedro de Vera de la rebelión gomera, el asesinato de la mitad de la población masculina y la esclavitud y expulsión de la mitad de la población femenina de una isla oficialmente cristiana, que no había sido conquistada, sino ocupada. Una represión tan minuciosamente cruel y sangrienta como para que ninguna generación gomera pudiera olvidarla, hasta hoy, y para que los supervivientes, como rememora Carlos, solo pudiesen contarla “con voz neutra y monótona, como si recitara una lejana y ajena jaculatoria”, intentando así que no salpicase de nuevo la sangre y se extendiese otra vez el insoportable olor del sufrimiento.
No, no eran monstruos y eso, como diría Hannah Arendt sobre Adolf Eichmann, los hace aún más terribles. Sería más cómodo si no fueran capaces de hablar civilizadamente o de amar apasionadamente, si no pudieran sentir emoción humana alguna después de ordenar, impasibles, la eficiente y brutal muerte y esclavización de sus semejantes, fueran canarios, gitanos, guanches, judíos, gomeros o rojos. Sería más conveniente si hubieran sido animales sanguinarios, entes extraterrestres, especies incatalogables. Pero eran algo mucho peor que eso, eran humanos, eran la viva demostración de la enorme dimensión inhumana que solo es capaz de alcanzar nuestra propia especie. Y describirlos como humanos es más cruel que ponerles la careta de la monstruosidad o esconderlos tras la apelación a la supuesta moral y mentalidad del tiempo en que vivieron.
Con estos trozos de memoria, reconstruye Carlos Álvarez su estupendo mosaico. No se limita a alongarse, novelero como es, sobre un momento capital de la historia de ellos y de nosotros, sino que margulla en el pasado de una manera personal y cálida, con su sabia dosis de sentido del humor, convertido en un testigo fiel pero, sobre todo, cercano y comprometido. Incluso le asalta al lector la sospecha de si no se habrá colado el novelista en su propia obra, trasmutado caleidoscópicamente en algunos de los personajes, dejando rastros de su afable identidad en fallidos historiadores sumidos en un eterno mar de dudas -por culpa de Clara, claro-, o en malogrados colonizadores que se pasan al bando de los vencidos y se niegan a usar su propia lengua, maldita de perjurios y mentiras. Gracias a esa inmersión cálida y real, podemos los lectores viajar en el tiempo, conocer el paisaje físico y humano que da sentido y coherencia a los simples sucesos, recrear las vivencias y las emociones de personajes y figurantes, comprender la historia no solo a través del conocimiento, sino de las emociones. Y así es más fácil de aprender y más difícil de olvidar.
Por eso el libro no solo es una magnífica novela, sino un estupendo ejercicio de inmersión y recuperación de la memoria histórica y prehistórica de Canarias. Una hermosa construcción literaria y una fiel reconstrucción histórica sobre un tiempo mágico y trágico y alrededor de una protagonista tan atractiva como repulsiva, de la que nuestra desmemoriada generación, siempre ayuna de incentivos visuales, apenas llegó a tener la tardía y maliciosa imagen de una señora que, en tiempos en que su reina no se cambiaba de camisa durante meses, ella se la quitaba con excesiva frecuencia. Literatura e historia para recuperar la memoria, recuperar la sonrisa y, sobre todo, recuperar el disfrute de leer un libro absorbente. Y cuando se acabe, un montón de páginas después, podrá el lector sibarita volver a leerla a sorbos cortos, descubrir nuevos pliegues inadvertidos y paladear morosamente ese regusto profundo de los siglos, tan nuestro.
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