Asesinato por homofobia

Manifestaciones de protesta por la muerte de Samuel

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Se llamaba Samuel Ruiz y lo asesinaron por ser homosexual, aunque otros quieran desviar la atención para no reconocer el motivo central de ese trágico suceso, incluidos algunos medios de comunicación, afectos a la derecha política, que lo presentan como un hecho aislado y confuso. ¿Cómo pueden hablar en esos términos cuando los asesinos se ensañaron con él de una manera premeditada, sabiendo lo que conllevaba su acción y, sobre todo, que su intención era hacerle el mayor daño posible?

Esas personas ya eran asesinos en potencia y consumaron su hecho de manera consciente, una nueva manada que no asume ninguna culpabilidad en cada una de sus acciones, sino la reafirmación de sus ideas y la instrumentalización de las mismas a través de la violencia, disfrutando de ello, saciándose en cada golpe que da, sea cual sea la consecuencia final.

Aunque suene muy frío, no cuesta tanto matar a una persona, sino vivir el resto de la vida con el cargo de conciencia que ello supone. Seguramente, los asesinos de Samuel no se han cuestionado su forma de actuar porque ya la habían reproducido otras veces y con otras víctimas anónimas, que también sufrieron lo indecible en sus manos, jactándose luego de su hombría y de la cantidad de huesos rotos.

Tampoco creo que mostrarán ni la más mínima señal de arrepentimiento; si lo hacen, responderá al teatro escénico, a la estrategia diseñada por su defensa para logar una condena más benévola, si es que finalmente los declaran culpables y los condenan. Aun así, lo cierto es que los asesinos seguirán siendo asesinos.

Nada devolverá la vida a Samuel. Que nadie piense que, en algún momento, aquellos alcanzarán su redención por el acto que han cometido, tras cumplir unos años de cárcel, como si todo pudiese olvidarse fácilmente con un simple chasquido de dedos. Que nadie piense que un “lo siento” y una actitud compungida les servirían para apiadarnos de ellos porque no buscamos ni mostraremos compasión, ya que no la merecen, sino que caiga sobre ellos el peso de la ley sin ningún miramiento. Que nadie piense que su madre y su padre lo olvidarán todo porque el dolor les acompañará siempre y en algún momento sus pensamientos y sus deseos de justicia estarán por encima de las propias leyes.

Vivimos en una sociedad violenta, dominante, agresiva, individualista y de ideas preconcebidas. Ser gay, lesbiana o transexual continúa estando castigado pública y moralmente en un país como España, que se presenta como progresista de cara a la galería, pero que en realidad muestra una fuerte carga conservadora, que incita totalmente a la violencia verbal y física contra este colectivo para hacer prevalecer el desprecio hacia él. De hecho, no hemos erradicado de nuestro lenguaje el término “maricón” con fines despectivos y de insulto. Su utilización se ha extendido mucho más, gracias a la educación sexista que existe en los hogares y a las mentalidades retrógradas bajo el mensaje de que la familia se compone de una unión heterosexual, encabezada por un hombre fuerte y dominante, al cual se someten su mujer y sus hijos.

Estamos inmersos en la sociedad de la preponderancia del hombre como macho y patriarca, que decide por el conjunto, el que impone su fuerza como medio para articular su superioridad, respeto y obediencia del resto. Y en este contexto, es evidente que la violencia juega un papel crucial para garantizar esas relaciones de dominio tanto en el plano privado como en el público.

No es extraño que haya familias que no acepten la orientación sexual de sus hijos porque se sale fuera del canon de la heterosexualidad, como tampoco que estén enamorados de otras personas de su mismo sexo, hasta el punto de romper cualquier relación con ellos y negar su existencia porque les causa vergüenza. Prefieren seguir formando parte de esa sociedad que condena todo lo distinto que transmitirles el amor y el cariño como progenitores y comprender que su felicidad está por encima de todo.

Igualmente, la política y mensajes fascistas, alentados por formaciones de ultraderecha, también se han extendido dentro del tejido comunitario y legitiman las acciones violentas como medio para depurar socialmente a todas esas personas que denominan despectivamente como desviados y enfermos, términos propios de la etapa franquista, en la que algunos se amparan sin pudor alguno.

Por eso, a pesar del fomento de la enseñanza pública y la educación transversal y del cambio generacional con respecto a nuestros progenitores y abuelos, educados bajo los preceptos del catolicismo más acérrimo, donde el mundo se basa en la unión de un hombre y una mujer como vínculo de la procreación, continúa existiendo un rechazo frontal hacia la diversidad sexual y lo distinto en todo lo correspondiente a las relaciones entre miembros del mismo sexo.

Del mismo modo, los españoles hemos aceptado que la violencia forma parte de nuestra cultura, hasta el punto de interiorizarla como algo ya común, tratando luego de desprendernos públicamente del lastre que constituye esa imagen luctuosa. Las muestras de condolencia públicas, en forma del típico minuto de silencio simbólico o los comentarios masivos para rechazar este tipo de actos, no sirven para nada porque sigue sin actuarse de manera tajante sobre el problema. El caso más evidente es el de los feminicidios, los asesinatos de mujeres a manos de hombres por cuestiones de machismo y violencia de género, entre otras cosas, actitud que ahora además comienza a extenderse en los homosexuales.

En realidad, las vejaciones y las palizas públicas hacia estos últimos se llevan produciendo desde hace décadas. Lo que sucede es que se han tapado y ocultado informativamente para no ensuciar la apariencia de que no somos homófobos. Ahora, el nivel de violencia se ha incrementado hasta desembocar en asesinatos por este tipo de aversión, lo cual demuestra el grado de irracionalidad que nos rodea y el planteamiento de que la inseguridad y el peligro se expanden como un peligroso virus para el cual no hay vacuna.

Cualquier persona tiene derecho a elegir su orientación sexual, sin que medie la opinión y la decisión de otras. Nadie debe explicar los motivos de su felicidad, sino vivirla acorde con lo que sienta y le llene. Pero hay una extensa jauría entre nosotros que está dispuesta a mancharse las manos de sangre porque su miedo y su odio hacia otras identidades le obliga a actuar con contundencia, a costa incluso de la pérdida de su libertad. Esa jauría la integran asesinos homófobos y forman parte ya del entorno de cada ciudad de este país.

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