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Las cartas sobre la mesa

Eduardo Serradilla

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Una vez que esta columna se publique, el despacho oval de la Casa Blanca norteamericana tendrá un nuevo inquilino y el mundo, lejos de ser un lugar mejor, será todo lo contrario. No obstante, el mundo sí será un lugar más transparente y un poco menos tramposo, por lo menos, en todo aquello que tiene que ver con quienes, de VERDAD, lo manejan.

Por una vez podremos saber, con toda certeza, que nuestro devenir en esta tierra de tribulaciones y excesos está en manos de un grupo de seres amorales, codiciosos, megalómanos y carentes de cualquier empatía para quienes no sean de su misma cuerda. Si, un día, nos despertamos con otra recesión, fruto de la implacable especulación bancaria y/o empresarial, no se extrañen. Y si la intolerancia racial e ideológica, impregnada de una xenofobia igualmente deleznable -emblema de la nueva administración norteamericana, pero que comparten con otros muchos, a lo largo y ancho del planeta- propicia que los países se fracturen más aun de lo que ya lo están, con lo que ello conlleva, tampoco arruguen el ceño.

¿Y qué me dicen de las expectativas que se les presentan a las fábricas de armamento? Yo, si tuviera posibles, ya estaría comprando acciones como un loco, porque el globo terráqueo se va a llenar de conflictos de todo tipo y condición, sin importar el precio en seres humanos que esto pueda llegar a suponer. Además, con la cantidad de “temas pendientes” que hay en cada continente, nadie podrá levantar el dedo acusador contra alguien que, como quien dice, “acaba de llegar”. Si luego las empresas norteamericanas se benefician son los ciudadanos de a pie lo que se también se beneficiarán, aunque mucho menos que los patronos, eso sí.

En realidad, no es nuevo que los que tienen, una élite cada vez más voraz y desvergonzada, hagan todo lo posible por evitar cualquier cambio que ponga en solfa su estatus. Y el resto de la ciudadanía, mientras se le dé una cierta estabilidad y seguridad -aunque para lograrlo deba renunciar a su capacidad por decidir lo que quiere, cuando y como quiera- acaba comportándose como el rebaño fiel que tanto gusta a los dictadores. Esquiroles, rebeldes y disidentes siempre los habrá, pero los totalitarismos suelen ser muy eficaces a la hora de tratar este tipo de cánceres.

Piensen, si no, en la historia más reciente de nuestro país, aquella que muchos se empeñan en reescribir para esconder las vergüenzas personales, familiares y/o profesionales. La realidad española durante los años en el que el Caudillo de las Españas -porque nunca ha habido una sola- gobernó al indolente, atribulado y desorientado pueblo español, no se pasó por alto en el resto del mundo, especialmente por los Estados Unidos del presidente Dwight D. Eisenhower y su flamante Central de Inteligencia.

Precisamente fue la CIA quien, durante los años en los que la dictadura pasó de ser una apestada a un “mal necesario” con tal de detener y/o contener la expansión comunista en el Europa, definió muy bien la realidad del país y el régimen en un documento interno que ya se puede consultar en la red. Según el analista que redactó uno de aquellos informes, una gran ventaja para poner en marcha acuerdos con España es que no se esperan cambios mientras se mantengan los poderes personales de Franco, quien cuenta con el apoyo de la jerarquía católica y una minoría influyente de banqueros, industriales, terratenientes y el Partido de la Falange y la burocracia que ha creado. El régimen, además, ha sido capaz de mantener el orden interno en el país, aunque ha recurrido en parte para ello a métodos propios de la Gestapo.

Extrapolen los apoyos del desaparecido dictador con los del flamante mandatario norteamericano, salvo en algunos detalles muy significativos y relacionados con el régimen nacionalsocialista -y que los presidentes electos no pueden estar más de ocho años en el cargo- y las similitudes son más que evidentes. Las élites y quienes aspiran a parecerse a ellos han puesto las cartas sobre la mesa y, ahora, toca demoler todo lo anterior y devolver la cordura, la incertidumbre y el miedo al resto de los ciudadanos, incapaces de aceptar cuál es su verdadero papel en la sociedad.

Sólo queda por decir una cosa: ¡Agárrense que vienen curvas!

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