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Ciudadanía y democracia

Isabel Suárez Manrique de Lara

Desde hace unos años asistimos a una deslegitimación de los partidos políticos, de todos por igual, tengan el poder o no, y se proclama la necesidad del “empoderamiento de la ciudadanía”. Es más, se llega a considerar por algunos que “ciudadanía” y “militancia en un partido político” son conceptos enfrentados, y que el partido político representa todo lo malvado y negativo. Se le atribuyen a los partidos prácticas de “confabulación”, “manipulación”... todo un rosario de perversidades, que recuerda la denominación de “secta judeomasónica” con la que el franquismo señalaba a cualquier oposición a su política. La ciudadanía, en cambio, que se supone es toda aquella población que no forma parte de ningún partido, por el mero hecho de existir representa lo positivo, lo auténtico, es la verdadera depositaria de la democracia. Incluso, a veces, para oponerse a los partidos políticos se utiliza la demagogia, la manipulación fácil..., justo de la que se acusa a los partidos.

Creo que tratar a todos los partidos por igual no solo es simplificar la realidad sino que es un planteamiento de la extrema derecha. Lo que no excluye la crítica a los partidos que pongan sus intereses internos, o personales de sus miembros, por delante de los de la ciudadanía.

Es necesario ir más allá de este fenómeno, analizar qué hay en el fondo y tener en cuenta dos conceptos: ciudadanía y democracia, que están íntimamente relacionados. Además del hecho de que los partidos son la vía principal de participación democrática formal.

El concepto de ciudadanía ha evolucionado a lo largo de la historia. Desde el “ciudadano” de la antigua Atenas, donde era una minoría de la población la que ostentaba ese nombre (sólo hombres, nacidos en Atenas y libres), pasando por el concepto liberal de la ciudadanía, donde lo que se defendían eran los derechos individuales del hombre ciudadano. Sin olvidar la contribución feminista a partir de la Ilustración, contraria a la diferenciación entre la esfera pública y la privada que situaba a la mujer en la privada, al margen de los derechos que se ejercían en la esfera pública, y se reivindican los derechos de los cuidados, de la esfera privada.

En época reciente, frente al antiguo liberalismo reductor del papel del Estado surge el neoliberalismo, donde ya no hay oposición a la intervención del Estado sino todo lo contrario. En él se combina la desregulación del mercado y la intervención permanente del Estado en el campo de la sociedad civil, tendiendo a crear una nueva ciudadanía desde cero, gobernada únicamente por la lógica del cálculo económico, que considera que cuando se salga de ahí es paternalismo generador de falta de productividad. El Estado se desentiende de la producción, del cuidado de las infraestructuras, de los servicios sociales, incluso de la investigación científica, pero interviene para extraer rentabilidad de cualquier actividad, privada y pública: la educación, la investigación, la sanidad, la calidad de los servicios, la función judicial... No es sólo una ideología, sino una forma de ejercer la actividad política. Y no sólo pretende eliminar cualquier signo de conflictividad, lo que es esencial para sus objetivos, sino que convierte las acciones de las personas y los grupos en dependientes de un criterio único: la utilidad cuantificable. No pretende desmantelar el gobierno, sino desarrollar una técnica de gobierno, en que el Estado orienta sus funciones a empujar a los individuos a convertirse en “emprendedores”, lo que, en principio, no estaría mal si no fuera porque el concepto implica la exclusión de quienes no lo sean y de los que sean considerados improductivos. Una concepción que, para imponerse necesita de una paralela desvalorización de la democracia, lo que se llama la “a-democracia”, donde la reivindicación de los derechos universales ya no desempeña ningún papel. Y se promueve una ética individualista: lo que vale es el “cuidado de sí mismo” y comportarse como un “emprendedor de sí mismo”, con autonomía del conjunto de la ciudadanía. Es un individualismo destinado a destruir las instituciones sociales y cualquier noción de solidaridad. Surgen, entonces, comunidades que se proyectan en un espacio mundial a través de las redes sociales.

Esto ha ido acompañado de una progresiva crisis del parlamentarismo o, más apropiado, una crisis del concepto mismo de representación: la ciudadanía rechaza la “delegación de poder” y reclama el “control” de esa delegación. La crisis de la institución política, la “desdemocratización”, no consiste en una desvalorización de determinada representación sino de la representación misma. En este contexto al gobierno neoliberal no le interesa la ausencia absoluta de conflicto, sino su instrumentalización: se utiliza para su desvalorización, descalificación y represión. Juegan con fuego.

Frente a este panorama es necesario lo que se denomina “democratizar la democracia”, hacer que funcione la democracia. Este enunciado incorpora una concepción crítica de la ciudadanía, una dimensión de ciudadanía reflexiva. Encierra una serie de características, (como propone Étienne Balibar en Ciudadanía): La democracia siempre está por venir y su agente es la ciudadanía activa; un dispositivo constitucional nuevo lo será realmente y tendrá un contenido cívico si aporta más derechos, participación, más representación de las opiniones de la ciudadanía y haga entrar en la “política” los problemas de la población; invención democrática con un sentido positivo afirmativo frente al concepto de resistencia y oposición. Una lucha por la democracia es al mismo tiempo una experiencia de ciudadanía democrática. La democratización de la democracia implica un trabajo de la ciudadanía para superar obstáculos subjetivos y la “desobediencia civil” es uno de los criterios positivos de la ciudadanía, por más que los voceros la tilden de “antisistema” para que no se note demasiado que son ellos los destructores del sistema democrático, que ya peligra lo suficiente como para que nos dejemos de paños calientes. Esta democratización es una lucha en muchos frentes y hay que tener en cuenta que todos los movimientos son constituyentes en la medida en que sean insurgentes. La insurrección es la modalidad activa de la ciudadanía en defensa de sus derechos.

La dicotomía no es, pues, ciudadanía-partido político, sino ciudadanía crítica y democratización de la democracia frente a la desdemocratización neoliberal.

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