Espacio de opinión de Canarias Ahora
El derecho a recordar
Hay más frases por el estilo, pero todas me parecen igual de nauseabundas, razón por la cual, las obviaré.
La realidad es que quien/ quienes se amparan en argumentos como éstos solamente están contribuyendo a perpetuar otra máxima mucho más terrible y cargada de nefastas consecuencias “quien no aprende de los errores pasados, está condenado a repetirlos”. Y si está condenado a repetirlos es por la siguiente razón: por no saber/ querer/ tener las agallas de recordar el pasado.
Es muy fácil, demasiado fácil, achacar a la “falta de memoria”, errores que cada día pesan más en el desarrollo de nuestra sociedad. Justificar un desatino con la expresión “esto pasó por mi mala cabeza” queda bien en la portada de un número de la colección Dumbo, protagonizado por el inefable avaro, especulador, aunque con buen corazón, Tío Gilito, pero no en la vida real.
Ya empiezo a estar cansado de que los mandamases, responsables varios y supuestos cerebros grises -encargados de velar por el funcionamiento de nuestra sociedad- se escuden en la falta de previsión, el oportuno olvido o el error humano para justificar lo que hace tiempo dejó de tener justificación alguna.
Lo peor es que las razones citadas anteriormente, no solamente acarrean desastres como los que ahora nos está tocando vivir; es decir, una crisis económica motivada por la falta de sentido y la sed especuladora de quienes no quisieron recordar lo que ya había pasado antes, en un escenario muy similar.
Lo verdaderamente grave es que los olvidos de quienes gobiernan suelen acarrear víctimas en la población civil, implicadas en guerras cobardes y del todo intolerables. Para los NeoCon y la bandada de aves carroñeras que los rodea, olvidar que sus políticas suelen dejar ruinas allá donde pisan es el mejor escudo con el que protegerse de las críticas que, antes o después les lloverán. Entonces, entonarán un fariseico “mea culpa” que en nada ayudará a recuperar el estado de la situación, pero tan contentos que se quedarán.
A veces tengo la sensación de que los libros de historia, de cualquier disciplina, son los que menos se leen. De otra forma no se entiende que, una y otra vez, se vuelvan a cometer los mismos errores que tanto dolor y sufrimiento le han legado a la raza humana.
Ahora, cuando la situación requiere un trabajo serio, constante, de espaldas a los “golpes de pecho” y fotos de campaña, algunos sectores de la sociedad nos salen con el argumento de que hay que tener el derecho a olvidar. Bien, no seré yo quien prive a una persona de la posibilidad de reconstruir su vida después de sufrir, por ejemplo, una experiencia traumática. Es importante recordar, pero no lo es menos mirar el futuro con optimismo y sin tener que sentir el peso de un determinado suceso, a toda hora del día. Y también es cierto que la memoria no se puede apagar como el ordenador en el que estoy escribiendo esta columna, algunas veces estaría bien, pero no se puede.
Lo que no es de recibo es que quienes están recurriendo a dicho argumento pretendan escamotear el derecho de las personas a conocer, por ejemplo, el paradero de sus seres queridos, asesinados en una cruenta y sangrienta guerra civil.
Aquí ya no se trata de ideologías, sino de terminar de escribir una página de la historia de nuestro país, tan incompleta como necesaria para las nuevas generaciones. No se puede apelar al derecho al olvido como excusa para falsear la realidad y evitar la responsabilidad de unos actos, tan censurables como punibles. ¿Cuál es la filosofía de esos colectivos? ¿Evitemos que nuestras tropelías salgan a la luz, para que cuando no nos guste la situación, podamos repetirla? ¿Lo importante es que la verdad permanezca oculta y así nadie pueda cuestionar nuestra autoridad?
Pues nada, si se trata de eso, es hora de reescribir los libros de historia y borrar todo aquello que vaya en contra del medieval sentido de la sociedad, enarbolado por dichos colectivos.
Lo primero es negar que el “glorioso alzamiento nacional” fue, en realidad, un sangriento golpe de estado en contra de un gobierno elegido por las urnas. Por tanto, devolvamos el calificativo de santa a una contienda que le costó un millón de muertos y cuarenta años de oscurantismo a nuestra nación.
Después, siguiendo con su línea de pensamiento, elevemos a los altares a quienes gobernaron con mano de hierro en países como Alemania o Italia en los años veinte, treinta y cuarenta. Enseñemos en las escuelas las doctrinas de la Gestapo y la SS y, ya puestos, sus métodos para controlar a las colectivos no afines al régimen.
El genocidio del pueblo judío y de otros muchos colectivos nunca sucedió, como tampoco las caravanas de la muerte de los regímenes dictatoriales de la América latina en los años cincuenta, sesenta y setenta.
Aquellos sátrapas, sedientos de sangre y traidores a sus respectivos gobiernos y ciudadanos, fueron ciudadanos “modélicos” que solamente secuestraron, torturaron y mataron por el bien de su pueblo, y de sus cuentas bancarias. ¿Y qué me dicen de la demencial caza de brujas en los Estados Unidos? Lo extraño es que los norteamericanos no eligieran al senador McCarthy como presidente de su país, error que subsanaron, una década después, al escoger a otro demente como Richard Nixon.
Puestos a reescribir, olvidemos las no menos sangrientas purgas de Stalin, el genocidio de Pol Pot y sus seguidores, la revolución “cultural” de la China de Mao, el Apartheid sudafricano o la continua represión de la junta militar Birmana, por un poner.
Podría seguir y seguir, dado que hay tantas cosas que olvidar, sobre todo aquellas que dejan con las vergüenzas al aire a quienes esgrimen dicho argumento, aunque para ello necesitaría muchas más columnas.
No me olvido de quienes suelen apoyar el mentado derecho al olvido, con la frase “no se puede vivir eternamente, pensando en el pasado y hay que perdonar y pasar página”. Acepto el que se pueda perdonar, es la elección de cada uno. Otra cosa muy distinta es olvidar. Y hay muchas cosas que no se pueden, ni deben olvidar. De hacerlo, uno está condenado a ver como las cosas se repiten, una y otra vez.
En esto me confieso un firme defensor de los postulados de Simon Wiesenthal, conocido por su tenaz y continuada labor en la búsqueda de los criminales nazis desaparecidos tras la caída del régimen de Hitler.
Para Wiesenthal, un superviviente -no un héroe, como muchos se empeñaban en llamarle- era y es necesario recordar una página tan negra de la historia como la que le tocó vivir al mundo durante casi dos décadas.
Sin embargo, la labor de Wiesenthal no se centraba, solamente, en la caza de los criminales nazis fugados sino en su continua denuncia de otros atropellos cometidos en otras partes del mundo, con similares resultados a los cosechados por Reich alemán.
Según Wiesenthal, era casi un crimen olvidar lo que había pasado, dado que, al hacerlo, se estaba traicionado e hipotecando el futuro de las nuevas generaciones. Y en esto, como en otras muchas cosas, no puedo estar más de acuerdo.
Nadie nos puede imponer, por su propia conveniencia, el derecho a olvidar aquellos sucesos que han marcado la historia de un país. Ni las leyes se pueden posicionar al lado de quienes se ríen de ellas con el mismo descaro con el que las infringen.
Recordar es un derecho, una necesidad y un bien para nuestra sociedad humana. No siempre es fácil, normalmente no lo es, y puede acarrear facturas que nunca se terminan de pagar.
No obstante, merece la pena, porque te mantiene alerta contra las proclamas de quienes solamente ven el mundo bajo el prisma de sus intereses personales.
Cada cual es muy libre de engañarse como quiera, pero la realidad es la que es y si dejamos que nos impongan el derecho a olvidar, antes que el de recordar, nuestra sociedad habrá dado un paso de gigante, pero hacia atrás. Y ni los tiempos pasados fueron mejores, ni merece la pena revivirlos. Y de eso Simon Wiesethal (www.wiesenthal.com) sabía mucho, quizás demasiado, para la memoria de una sola persona.
Eduardo Serradilla Sanchis
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