El futuro inexorable

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Cuando una persona se embarca en una deuda piensa, principalmente, dos cosas. La primera de ellas es el coste mensual que le supone para saber si puede hacerle frente o no. La segunda es el tiempo que le lleva poder abonar en su totalidad dicha deuda. Por eso, la primera tendencia es pensar en el corto plazo: me endeudo ahora y ya veremos en el futuro. Por ello se apuesta por los menores tipos de interés del momento sin pensar que estos pueden tomar un recorrido contrario a nuestros deseos. ¿Se acuerdan cuando en un crédito hipotecario se pagaban tipos de interés de dos dígitos? Claro está, nos daban solo 10 años de plazo de devolución. Ahora los tipos son muy bajos, pero tenemos hasta 25 o 30 años para poder satisfacer la deuda contraída. En base a este último comportamiento la población se decantaba mayoritariamente sobre los tipos de interés variables sin pensar que 25 años son toda una vida y terminarían por subir. De hecho, las últimas modificaciones hipotecarias no van tanto en la línea de tener más, sino de acomodar los tipos hacia la fijeza de estos.

Con la deuda pública sucede algo similar. En estos momentos, España tiene una deuda de todos los niveles de la administración pública que sobrepasa el 120%, con un importe total de casi 1,5 billones (con “b”) de euros, llegando a su máximo histórico en cuantía. En sí el importe no dice nada porque mientras haya confianza, no habrá problemas. ¿Y cómo se mide la confianza? Pues a través de la prima de riesgo. ¿Se acuerdan lo que era? Representa el sobreprecio que se paga para poderse financiar en los mercados. Actualmente la nuestra está en el entorno de los 60-70 puntos, pero recordemos que llegó a situarse por encima de 500 puntos allá por 2012. Cierto que ahora no estamos en la misma situación, pero ¿por qué? Porque ahora lo compra todo (o casi todo) el bendito Banco Central Europeo.

Tengamos en cuenta que durante cualquier contracción económica los ingresos públicos caen, pero no al mismo ritmo que el nivel de gasto ni exigencia aumentando, por tanto, el déficit y la deuda. En este sentido la deuda pública lleva el estigma de restar capacidad de crecimiento a largo plazo debido a que se han de dedicar más recursos al pago de su servicio y, por consiguiente, se tiene menos para hacer inversión. También se corre el riesgo entregar soberanía haciendo bueno el dicho de “quien paga, manda”. Por eso solo se trata de evaluar, contener y gestionar riesgos. Pero (siempre hay un pero), los diferentes bancos centrales también tienen un límite, impuesto principalmente, por la inflación. De hecho, con permiso de la evolución de los precios, se espera que en Europa se retome el control de la deuda en 2023, recordando que la norma europea fija que los Estados deberían tender a que la deuda no supere el 60% del PIB. Ahora bien, nada mejor que aprender del pasado para evitar que la austeridad engrandezca la brecha y aleje la tan ansiada recuperación económica, de ahí que sería inteligente proponer hacer trajes a medida en función de las circunstancias de cada cual. Por su parte, ya en la Reserva Federal de los Estados Unidos de América suenan los tambores de la subida y cuando una mariposa bate sus alas en un lugar, puede provocar un huracán en otra parte del mundo.

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