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Historia triste de una evasión (I)

Antonio Cavanillas / Antonio Cavanillas

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La sucinta y triste narración del expolio artístico español es la de nuestra codicia pequeñita, de nuestra dejadez y despilfarro. Cuando la pintura española era humilde y artesana no existían las concupiscencias, la avidez insaciable del marchante ni el hábito de cegar los ojos con monedas o cargos. Buenos tiempos aquellos, los de los siglos románicos y góticos, cuando se decoraban las iglesias, muros y techos de palacios con admirables frescos inexportables o, en principio, complicados de robar.

Finalizando el siglo XV existía el trueque artístico: Juan de Flandes se instalaba en la corte española y Pedro Berruguete triunfaba en Italia. A la muerte, en 1504, de Isabel la Católica tiene lugar la primera dolorosa dispersión de nuestro tesoro pictórico: fueron enajenadas las tablitas del retablo que el artista gantés pintara para Isabel de Castilla, treinta y dos deliciosas pinturas que emigraron y que hoy decoran diferentes galerías europeas: Brera, Hermitage y Viena.

En el siglo XVI, no el más brillante de nuestra pintura, apenas hubo tropelías. Los retratos de Pantoja de la Cruz y Sánchez Coello salieron de España hacia cortes extranjeras y amigas como regalos reales o para decorar nuestras embajadas. La casi íntegra producción de Dominico Theotocoppuli permaneció entre nosotros. La evasión comienza en el siglo XVII, el siglo de Oro. Repasémosla.

No cuenta aquí El Españoleto. Al residir en Nápoles, es normal que las pinturas de José Ribera pasaran íntegramente a decorar iglesias italianas o colecciones particulares. Otro tanto cabe decir del primer Diego Velázquez. De sus dos viajes a Italia quedaron allí obras majestuosas por razones honrosas y diplomáticas. Sólo recordaré La Riña, un Autorretrato de la Galería Capitolina, otro de la sacristía de la Iglesia de I Frari veneciana -que me tuvo allí media mañana-, el retrato de Juan de Pareja, subastado hace años en Sotheby's o el asombroso de Inocencio X del Vaticano. Felipe IV regaló cuadros a Carlos I de Inglaterra cuando éste nos visitó para intentar casarse con una infanta española. Normal también.

El caso de Bartolomé Esteban Murillo es cosa aparte. Resulta difícil explicar el casi escandaloso éxito del pintor en vida y su increíble cotización al alza en todas partes. Con la fama de sus pinturas sacras se inicia la expansión de la pintura española. Emociona consignar cómo, en 1673, es decir nueve años antes de la muerte del pintor, un comerciante de Amberes pagaba 2.000 florines ?cifra escalofriante equivalente a 400.000 euros- por uno de sus óleos: Dos mendigos. El cuadro, junto a otros cuatro más del mismo artista, fue sacado fraudulentamente de Sevilla por el cónsul de Flandes.

Embajadores y cónsules de toda Europa, poseídos de una extraña fiebre, se dedicaron a sacar de España en sus valijas diplomáticas decenas de cuadros de Murillo, pero también de Mazo, Carreño, Mateo Cerezo, Navarrete el Mudo, Juan de Ledesma y Ribera. La colección vienesa de Harrach se forjó así. El embajador danés Cornelius Pedersen fue más prudente: se hizo retratar con su séquito por José Antolínez y sacó del país la pintura, pero al menos la pagó y era suya. Hoy puede verse en el Kunst Museum de Copenhague. Y recomiendo que lo hagáis si vais por allí.

En el siglo XVIII aumenta el coleccionismo de pintura española centrada sobre todo en cuadros de Murillo. Ya en 1729, Stanhope, luego Lord Harrington, embajador en Madrid, tras pagar una miseria se lleva a Londres de puro contrabando los doce murillos que habían de formar la Colección del duque de Rutland. La condesa de Verrié, casada con el embajador de Francia, legó a su amante el conde de Lassay su colección de cuadros exportados desde Madrid tramposamente. Lassay, amante del oro antes que de la colcha, pignoró tres de sus Murillos por 15.000 libras de entonces.

Había Murillos para todos pues el pintor producía a destajo. Las colecciones francesas más ilustres, léase Bouchardon, Chioseul, Tallard y Vaudreuil son todas fraudulentas. En 1767, Mr. Blackwood, un marchante del Soho, lleva a Londres en la valija de Stanhope La Sagrada Familia que coloca por 12.000 guineas. Poco después se repite la historia, esta vez en la subasta de Julienne, en París. No se sabe quién fue el contrabandista pero se conocen los cuadros expoliados: Las Bodas de Caná, 6.000 libras; un Niño mendigo, 7.000; La Florista, 8.500; La Virgen del Rosario, 15.000; El Buen Pastor Niño, 9.000 guineas y San Juanito, por sólo 4.500 al ser santo menor.

En esta locura murillesca tenían mucho que ver los diplomáticos extranjeros en Andalucía, poseídos por una especie de delirio hacia el artista sevillano. Se trataba de ver quién expoliaba más y a mejor precio, pero ello será objeto del siguiente capítulo.

Antonio Cavanillas

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