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Ivo Pogorelich se interpreta a sí mismo

Carmelo Dávila Nieto / Carmelo Dávila Nieto

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Concretamente las números 32 y 24. Ironías aparte, la personal ejecución -nunca mejor empleada esta palabra- de Pogorelich de dichas sonatas, obras del genio de Bonn, fue una auténtica caricatura, mala sin reservas. Una agotadora y soporífera concatenación de sonidos deslavazados, como si estuviera escarbando en el teclado, meras especulaciones sonoras sin lenguaje continuado, como los ininteligibles balbuceos de un bebé. Los tiempos totalmente arbitrarios.

En conclusión, un Beethoven estrictamente personal, grotesco y carente de su acusada personalidad compositiva que impide que sea confundido con cualquier otro autor. Ivo Pogorelich -Polvolerich le llama, muy acertadamente, mi entrañable amigo el musicólogo Pedro Machado de Castro-. Compuso su Beethoven, que me aburrió hasta la extenuación.

¿Para qué colocó en el atril las partituras si no las iba a respetar? No me importa en absoluto el poderío de su sonido si las sonatas beethovenianas resultaron inidentificables. Desconozco como quedaron sus versiones de De sech Klavierstrucke op. 118 de Brahms y la sonata número 2 de Rachmaninov, que ocuparon la segunda parte, porque no quise arriesgarme a sufrir algo similar a lo que pasó en la primera, ante los precedentes señalados y abandoné el Auditorio.

No es la primera vez que lo hago con este verdugo de compositores al que no repetiré, obviamente. Opino que Pogorelich debería dedicarse a interpretar compositores de la llamada “Música contemporánea”, con los que se encontraría más cómodo y estaría más acertado por las características de sus obras escasamente estrictas con los tiempos y por ende no excesivamente exigentes.

Pogorelich, junto con los denomiados “tres tenores”: Carreras, Domingo y Pavarotti (R.I.P.), Monserrat Caballé desde los años ochenta del pasado siglo -de los que me ocuparé con detenimiento en un próximo artículo titulado “Falsificaciones y trucos discográficos”- y otros varios intérpretes cuya relación sería más prolija, son auténticos enemigos públicos de la Música, verdaderos terroristas musicales, ya que asesinan con premeditación y alevosía las partituras.

La violinista Julia Fisher, el director Yanok Kreizberg y la orquesta de Neederland.

En el concierto para violín y orquesta número 2 op. 63, en sol menor, de Prokofieff, la joven violinista alemana Julia Fischer exhibió notables dotes interpretativas pero, en mi opinión, su sonido no es muy penetrante, ni muy voluminoso, ni muy potente, siendo cubierta en muchos momentos por la orquesta en los tutti; sin embargo, en la obra que ofreció como regalo estuvo muy brillante, con un arco estupendo; quizá mi apreciación de su intervención en el concierto esté condicionada por la discutida acústica del Auditorio, cuya cristalera, negativa para el sonido, debe ser sustituida por madera o cubierta durante las interpretaciones con una persiana de esa materia -conozco varios auditorios nacionales y extranjeros y ninguno de ellos he visto algo semejante al nuestro-; estaba situado en la tercera fila de platea y he oído perfectamente a otros intérpretes, tanto del mismo instrumento como de otos, por lo que mantengo mis razonables dudas.

A la Orquesta la escuché magníficamente. Gran Director Yakov Kreizberg, de gesto elegante, claro, expresivo y contundente, que me recordó al admirado amigo Manuel Galduf; su dominio de la agrupación sinfónica fue total, sin imprecisiones. La Orquesta de Neederland, desconocida hasta ahora, constituyó una gratísima sorpresa por su estupenda calidad de sonido y timbres, con una plantilla de notables profesores; su interpretación de la Sinfonía número 11 en Sol menor op. 103, El año 1905, de Shostakovich fue sencillamente impresionante, compartiendo méritos con la brillante batuta de Yakov Kreizberg.

Un programa totalmente ruso, absolutamente satisfactorio y merecedor del más entusiasta aplauso.

Carmelo Dávila Nieto

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