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Otra lápida por un feminicidio

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Ocurrió en mi municipio, Santa Úrsula (Tenerife). Otro asesinato de una mujer a manos de un hombre, algo que ya es común y rutinario en el resto del país. Eso es lo peligroso: si esa rutina integra nuestro pensamiento, entonces es que hemos aceptado que la violencia de género y este tipo de asesinatos forman parte también de nuestra cultura, con lo cual todos los hombres somos cómplices de ello y, en algún momento, podemos incluso asumir el rol que conlleva, cosa que me preocupa bastante.

No sé quién era esta vecina, pero de lo que estoy seguro es de que un engendro decidió arrancarle hasta el último suspiro, tirándola luego a una fosa séptica como si fuese basura. Hay que tener el alma muy negra para hacer esa barbaridad, pero esta forma de proceder no surgió de la noche a la mañana, sino que ya formaba parte del instinto de ese hombre: la violencia convivía con él y le satisfacía porque era un método para ejercer el dominio y el control sobre los más débiles, en este caso su expareja.

Se trata del mismo patrón que se reproduce en muchos de los casos de feminicidios. El hombre que como ese acto no está loco, sino que actúa premeditadamente. Sabe lo que hará y el motivo, por lo tanto encuentra en el asesinato la única respuesta que satisface sus intereses. Para llevarlo a cabo, aflora esa violencia, que siempre formó parte de él. Luego, vendrán las lágrimas en el correspondiente juicio tras su detención, acompañado del siempre omnipresente alegato de que estaba desconcertado y de que pasaba por una crisis emocional y una presión social, todo ello hasta aseverar que no recordaba nada de lo que sucedió. Curioso: no recordaba nada, pero sí fue capaz de esconder el cuerpo de la asesinada, además de saber cuándo y a qué hora la iba a matar y el método a emplear.

Ahora, solo hay una cosa cierta: esa mujer descansará eternamente tras una fría lápida de un cementerio, que se convertirá a partir de ahora en el espejo en el que se mirará a diario. Su imagen se congelará en el tiempo a través de alguna fotografía pegada en el exterior de aquella, mostrando quién fue y quién dejó de ser, pero sin la oportunidad de envejecer. Durante días, muchos de los que van asiduamente a ese camposanto buscarán dónde está su tumba para satisfacer su curiosidad, como si fuese un reclamo turístico; otros se mostrarán afligidos y se desahogarán, vertiendo sus condolencias en las redes sociales y en conversaciones improvisadas, como si eso sirviese para algo. En menos de una semana, nadie se acordará de ella. Solo será un número de una lista terrible de feminicidios.

Mientras tanto, el problema no desaparecerá y continuará afectando a otras muchas mujeres de esa localidad y del resto del país, que sufren en silencio todo tipo de actitudes machistas y vejaciones por sus parejas y hasta por sus amigos. Ellas pueden ser las siguientes en engrosar esa lista, viviendo hasta entonces con miedo, sin posibilidad de liberarse del yugo patriarcal que las condena al silencio, las amenazas y las coacciones.

He repetido muchas veces que estoy harto del simbólico minuto de silencio al que se recurre una y otra vez para condenar este tipo de hechos. Ese minuto no sirve para nada. Simplemente, es el reconocimiento activo de que no se ha erradicado este asunto y que se ha enquistado hasta unos límites insospechados. Guardar silencio y mostrar condolencias es una muestra de respeto, pero no va más allá de acto circunstancial y sin ninguna efectividad: solo repartimos de manera común un dolor que no debería existir y que lo causamos los hombres una vez tras otra. Por eso, el verdadero problema somos nosotros.

La sociedad capitalista ha favorecido los feminicidios porque ha potenciado la imagen de la mujer como un objeto de uso y consumo, dentro del materialismo y el individualismo que configura este sistema económico y social. Esto supone que los hombres están respaldados por dicho sistema y se creen con el derecho de prescindir de ellas a su antojo, pudiendo sustituirlas fácilmente por otras, como si fuese una línea de estanterías de un supermercado donde la mercancía se repone con otra procedente del almacén.

Ese capitalismo determina que nunca habrá una igualdad de géneros porque el papel masculino siempre será preeminente frente al femenino, hasta el punto que la mayoría de hombres no aceptan que ellas son más inteligentes, mejores deportistas o que se preocupan más por su formación profesional, entre otros muchos aspectos. Nuestra meta consiste siempre en superarlas, cuando no arrollarlas. Por eso, negamos la igualdad y abrazamos el machismo, alimentándonos de él a diario porque somos dominantes. Y del machismo a la violencia de género hay una débil línea roja de separación, a pesar de los esfuerzos que se están llevando a cabo para desarrollar una política de coeducación y de corrección de actitudes machistas, que no han impedido el desarrollo de actitudes muy marcadas en el comportamiento masculino.

Por eso, no debemos caer en el error de repetir continuamente que las instituciones son las culpables directas de esta situación porque los máximos responsables somos los hombres, como ciudadanos de a pie, gracias a una conducta retrógrada y guiados por el instinto de imponer un orden y un pensamiento determinados sobre las mujeres.

Somos tan estúpidos que incluso concebimos el amor no correspondido como una humillación. Ellas siempre aparecen como las culpables. No aceptamos que nos digan que ya no nos quieren y que no son felices a nuestro lado y menos aún      que se separen y rehagan sus vidas con otra persona. El sentimiento de propiedad existe: el hombre concibe a la mujer como un objeto, que no solo depende de él, sino que es suya y responde a su voluntad. Y si no es así, la mata.

Vivimos en una sociedad violenta y machista, que está abocada a repetir los mismos errores del pasado. El denominado Pacto de Estado contra la Violencia de Género (2017) se ha visto superado porque no todas las fuerzas políticas ni todos los colectivos están dispuestos a participar de común acuerdo para erradicar esta lacra. Todo lo contrario: el ascenso de los fascistas de VOX ha supuesto un duro golpe a esta pretensión, teniendo en cuenta que este partido está en contra del feminismo y no condena la violencia de género, con lo cual se garantiza la institucionalización de la propia violencia, legitimando así que muchos hombres sigan actuando de esa manera.

Por eso, debemos preguntarnos cómo podemos erradicar el machismo, la violencia de género y los asesinatos cuando un quinceañero controla el móvil de su novia, que vive atemorizada porque no puede relacionarse con otros compañeros y amigos sin que él lo autorice; cómo, si le prohíbe que salga a la calle maquillada o vistiendo de una manera que a él no le gusta; la maltrata física y psicológicamente, gracias además al estímulo que recibe en su casa bajo el discurso patriarcal de que el hombre manda por encima de todo, y utiliza su teléfono móvil para grabar a otras mujeres sin su consentimiento, que están en bikini en una playa, distribuyendo luego su imagen por la red.

A esto le sumamos que la televisión ha hecho mucho daño con la imagen estereotipada de la mujer como un objeto sexual, aumentando el mensaje de la cosificación gracias a los programas de la telebasura, donde solo se permite participar a aquellas que reúnen unas ciertas características físicas, que a juicio del propio medio le garantizará unos amplios beneficios económicos. Y tampoco olvidemos el menoscabo que causa la religión, bajo su argumento de que al género femenino le corresponde un papel sumiso, ya que las mujeres han nacido para procrear y para ocuparse de su casa, manteniendo caliente la cama para su marido y educando a sus hijos. Esa es su libertad: ahí comienza y termina todo lo que se puede esperar de ellas. Cualquier paso que vaya más allá, supone una ruptura social que la mayoría de los hombres no están dispuestos a admitir.

Cuando te callas, te conviertes en un objeto al que cualquiera puede zarandear y utilizar a su antojo. El problema es que la sociedad estigmatiza rápidamente a las mujeres si no cumplen con los estereotipos que les impone (casarse joven, tener muchos hijos, atender a su hogar, depender de su marido, etcétera) e, incluso, acogerse a un programa de protección por violencia de género es uno de ellos porque se transmite el mensaje de que hay sufrimiento de por medio.

Si eres hombre y tienes una orden de alejamiento, recuerda que eso significa que ya has pasado esa línea roja de la que hablaba anteriormente y que formas parte del grupo de maltratadores y potenciales asesinos que crecen como la mala hierba. No tienes derecho a arrebatarle la vida a una mujer ni tampoco a creerte su dueño, pero ya sabes que la bajeza del género masculino nunca tiene fin. Ya hay bastantes lápidas en los cementerios que lo demuestran.  

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