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La mujer más rica de África y la comandante sandinista Dora Téllez

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Dos informaciones de los últimos meses me han turbado. Reconozco que son sólo dos noticias en la vorágine de estas horas del Planeta, entre las consecuencias aterradoras que preludia el cambio climático, el riesgo de guerra nuclear, el retorno por doquier de las tiranías y las plagas de la pandemia y de la hambruna que azotan a miles de millones de seres humanos. Dos noticias.

La primera, que la hija del que fue presidente de Angola José Eduardo dos Santos se ha convertido en la mujer más rica de África. Santos sucedió a Agostinho Neto, líder del MPLA, el movimiento revolucionario que encabezó, con el apoyo de Cuba y de la URSS, la guerra por la independencia de aquella colonia portuguesa.

La otra, el encarcelamiento que sufre (a manos del Régimen degenerado de Daniel Ortega) la que fuera destacadísima guerrillera del Frente Sandinista en la lucha contra la dictadura de los Somoza.

Sé que la democracia representativa, basada en el pluralismo político, las elecciones periódicas, la separación de poderes y la libertad informativa consiste, en realidad, en la lucha diaria para establecerla, conservarla y mejorarla frente a poderosísimos actores que todos los días y a todas horas conspiran para destruirla o falsearla.

Sé que en una sociedad desgarrada por las desigualdades, como lo fue la española durante tantos siglos, la convivencia pacífica y la democracia pluralista son simplemente inviables.

Hace mucho tiempo que aprendí que mientras los países del Primer Mundo disfrutaban de períodos democráticos y los exhibían a los cuatro vientos, la mayor parte de la Humanidad vivía bajo la opresión colonial o bajo regímenes políticos despiadados respaldados por el Imperio de turno. O por gobiernos títeres de las viejas potencias coloniales, cuando éstas dejaron formalmente de serlo.

Pero con eso y todo, estoy convencido de que la democracia pluralista es un irrenunciable ideal civilizatorio. Y que la lucha por el establecimiento y el perfeccionamiento de esa democracia, cuyos avances nunca son definitivos y cuyos retrocesos son dantescos (aunque, por fortuna, tampoco irreversibles) es una lucha llena de sentido. Es la misma lucha que la que hay que mantener todos los días y a todas horas por la existencia y las garantías de las libertades y derechos fundamentales. La misma.

Y comprendí hace mucho mucho tiempo que es una trágica falacia la de pretender establecer una dictadura hoy, para preparar el camino para la democracia de mañana. Porque las dictaduras, una vez establecidas, incuban un enjambre de mediocridad y de corrupción que se conjurarán para perpetuarse al precio que sea.

En esa lucha, la clave está en las garantías de las libertades y del pluralismo. Y parte esencial de esa lucha consiste en defender siempre, sin ninguna concesión, las garantías. Que son jurídicas.

Que no se puede justificar un solo quebrantamiento ni por afinidades políticas o ideológicas ni por la convicción de que quien las quebranta, sean poderes públicos o quienes quiera que sean, “esta vez tienen razón”.

Me horroricé cuando, hace algunos años, algunos aplaudieron los escraches porque eran expresión de la “justicia popular”. No hay ataque a las garantías de los derechos que no se acabe convirtiendo, más pronto que tarde, en la mejor coartada de los enemigos de la democracia para hacer de las suyas.

Y me horrorizo al ver al Partido Popular cuestionando a piñón la legitimidad de un gobierno surgido de las urnas y que durante toda la legislatura cuenta con y acredita el apoyo de la mayoría parlamentaria, bajo la consigna de “hasta dónde está dispuesto Pedro Sánchez para seguir en La Moncloa”. Y mantiene entretanto secuestrado al Tribunal Constitucional que es el único autorizado, mientras su composición y la duración del mandato de sus magistrados se ajuste a lo establecido en la Constitución, para zanjar jurídicamente cualquier cuestionamiento de las medidas políticas o legislativas del Gobierno. Y, por tanto, si hay o no contrapartidas ilícitas a cambio de la estabilidad del Gobierno.

Cuando la verdadera pregunta es ¿hasta dónde está dispuesto a llegar el PP y los influyentes sectores que lo esponsorizan para destruir a un Gobierno progresista?.

Porque la respuesta a esa pregunta, al menos en lo que se refiere al Consejo General del Poder Judicial, es hasta el quebrantamiento permanente de la Constitución. Y encima se atreven a calificar a otros de “golpistas”.

Quizá esas dos noticias, que pasaron casi inadvertidas en medio de la vorágine informativa, me impactaron por lo que simbolizan. Y simbolizan, una vez más, que los regímenes autoritarios sean conservadores o revolucionarios llevan en sus genes la semilla de la degeneración y la corrupción.

Y porque me han obligado a pensar y a reafirmar a estas alturas de la vida, así, desordenadamente, muchas de las cosas en las que uno cree. Porque en algo tiene que creer uno.

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