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No hay Derecho sin juez

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Aunque aprendí desde hace mucho tiempo que lo importante en el mundo jurídico no es el “argumento de autoridad”, sino la “autoridad del argumento”, he titulado este artículo con una categórica afirmación del maestro de generaciones de juristas García de Enterría, en la monografía  Democracia, Jueces y Control de la Administración, en la que casi a continuación y siguiendo a Alain Touraine y a Dworkin enfatiza: “Es necesario que la mayoría (…) no imponga a la minoría que la defensa de sus intereses y la exposición de sus puntos de vista tengan que realizarse sólo por los métodos que convienen a la mayoría o a los grupos más poderosos”.

Nuestra democracia, la que instauró la Constitución de 1978, es de matriz liberal y se rige por el principio de la mayoría, pero una mayoría cuyo poder está limitado por los derechos individuales y por los derechos de las minorías: ideológicas (estén o no presentes en las Instituciones), territoriales, étnicas…

En las últimas semanas, en medio de un batiburrillo de conceptos, se ha venido mezclando el término lawfare (guerra judicial), con la expresión “judicialización de la política” y, a més més, con el cuestionamiento del derecho y hasta el deber legal (262 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal) que tienen los grupos de oposición en las instituciones de recurrir al juez para como garantía del pleno sometimiento del Poder Ejecutivo y la Administración Pública al Derecho, tal y como establece la Constitución.

Llevo a mis espaldas la experiencia de 32 años desempeñando las funciones de oposición en el Parlamento de Canarias, Cabildo Insular de Tenerife y Ayuntamiento de La Laguna. Casi la mitad de mi vida.

Y se supone que habré tenido tiempo y  -a lo largo de tres décadas de docencia universitaria-  adquirido algunos conocimientos jurídicos para reflexionar sobre estas cosas.

La inmensa mayoría de jueces y juezas españoles, sean cuales sean sus convicciones y afinidades políticas o ideológicas, desempeñan cabalmente su trascendente función constitucional de garantía de los derechos de la ciudadanía, aplicando las leyes de conformidad con la Constitución (artículo 5 de la Ley Orgánica del Poder Judicial) y utilizando las pautas de interpretación comúnmente aceptadas en la cultura jurídica de los países occidentales.

Me ha sorprendido, no obstante, la unánime reacción corporativa (que, lo confieso, me ha hecho recordar la de la jerarquía eclesiástica española cuando las primeras denuncias sobre la pederastia) ante las críticas a las decisiones de determinados jueces por estar participando activamente en la lucha partidista y quebrantando  su primordial deber de imparcialidad. Jueces integrantes de órganos situados en la cúspide del Poder Judicial. Pero vayamos por partes.

Las Administraciones Públicas disfrutan de una posición jurídica predominante en sus relaciones con la ciudadanía: la presunción de legalidad y, en consecuencia, la ejecutividad de sus actos, la ausencia en la legislación española de un sistema eficaz de justicia administrativa provisional y por tanto de la posibilidad efectiva de adopción de medidas cautelares para suspender la ejecutividad de los actos y resoluciones administrativas más visiblemente contrarios al ordenamiento jurídico; la regulación de un sistema de costas procesales en la jurisdicción contencioso-administrativa basado en el principio del vencimiento (el que pierde, paga) y no en el de temeridad o mala fe, que es el habitual en nuestras leyes procesales, suponen una auténtica carrera de obstáculos, y por tanto a la efectividad del derecho fundamental a la tutela judicial efectiva, cuando un ciudadano o un grupo de oposición se ve en el trance de defender la legalidad frente a la actuación de la Administración.

Les pongo un ejemplo: si unos concejales de la oposición recurren ante la jurisdicción contencioso-administrativa habrán de costear de su bolsillo los gastos de su defensa y representación. Y, si además, se desestima su demanda -cosa que puede ocurrir, aunque esté bien fundada-  habrán de pagar las costas con su dinero. Si el condenado al pago de las costas es el grupo gobernante, que habrá litigado asistido por los Servicios Jurídicos, se cargarán al Presupuesto. De forma que los gobernantes, ejecutada una resolución que puede ser manifiestamente ilegal, podrán darse el lujo de agotar todas las instancias judiciales por cuenta del dinero de los contribuyentes.

Así es como funciona la realidad, lo que dificulta considerablemente el acceso a la justicia y por tanto el pleno sometimiento de la Administración a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico (9.1 y 103 de la Constitución) y, por tanto, “el sometimiento pleno al control del juez, pieza inseparable de la efectividad práctica y organizadora de cualquier Derecho” (García de Enterría, obra citada).

Ese efecto obstruccionista es plenamente disuasorio a la hora de solicitar la actuación de la jurisdicción contencioso-administrativa, incluso frente a resoluciones con serios indicios de ilegalidad, que de esta forma devienen firmes y sus efectos se consolidan para siempre jamás. Y sólo en el caso de que la ilegalidad sea muy grave, como para ser indiciariamente constitutiva de delito, la pone la oposición en conocimiento del fiscal o del Juez de Instrucción, en cumplimento del deber que a autoridades y funcionarios impone la legislación procesal penal (262, Ley de Enjuiciamiento Criminal).

El juez ha de disponer de un estatuto jurídico que garantice su independencia, especialmente frente a los demás poderes del Estado. Y ese estatuto debe garantizar la aplicación de criterios de objetividad en la selección, ascensos y régimen disciplinario, así como su inamovilidad. También su protección frente a presiones, públicas o privadas, que puedan dañar eficazmente su independencia.

Pero no sitúa a las resoluciones del Poder Judicial y de sus integrantes al margen de la crítica pública, que es lo que algunos pretenden incluir en el concepto de independencia judicial. En una sociedad de libertades la actuación de todos los poderes del Estado debe estar expuesta a la crítica y al ejercicio de las libertades de expresión e informativa. Que tampoco son derechos absolutos, de forma que el que los ejerce asume la responsabilidad de sus manifestaciones, en el caso de que esa crítica sea calumniosa, injuriosa o manifiestamente injusta.

Yo, y supongo que alguna persona que pueda leer estas líneas, he tenido ocasión de conocer algunas decisiones judiciales con toda la apariencia de estar  en sintonía con una estrategia partidista: 

  • investigaciones inquisitoriales e interminables contra Podemos; 
  • calificación al colectivo Tsunami Democrático de terrorista y a Puigdemont como su máximo dirigente (ya se sabe con qué intención), sin ningún apoyo en los informes policiales y sin esperar siquiera el informe solicitado por el juez instructor a la Fiscalía.
  • manejo de los tempos judiciales, de manera que determinadas sentencias condenatorias o absolutorias, o resoluciones decretando el archivo de la investigación, se producen inmediatamente antes o después de las elecciones, dependiendo de quiénes sean los beneficiados o perjudicados. Con ocasión de las elecciones generales del 23J ha habido ejemplos de manual al respecto.
  • aplicación laxa o estricta de garantías constitucionales como la presunción de inocencia, de forma que en algunos casos se sustituye la ausencia de prueba de los hechos por conjeturas:  “El recurso a la inferencia es todo lo contrario a la presencia de una prueba, por la sencilla razón de que la inferencia es la ”solución“ a falta de prueba” (Gonzalo Quintero Olivares, Diario de Sevilla. La contradictoria Sentencia de los ERE) y en otro se decreta rigurosamente que “no está probado que conociera los hechos investigados”, para rechazar la imputación de Esperanza Aguirre en relación a graves asuntos de corrupción de sus más inmediatos colaboradores; 
  • o “amarrar” sentencias condenatorias basándolas en la prueba testifical, incluso de un sólo testigo/denunciante (Caso Alberto Rodríguez), porque cualquier juez sabe que la convicción que se forma quien preside directamente el juicio y la práctica de la prueba testifical  (principio de inmediatez) no es revisable en vía de recurso….

Incluso en el Tribunal Constitucional, que no forma parte del Poder Judicial pero desempeña la jurisdicción constitucional, hay ejemplos hirientes. Por ejemplo, el de la Sentencia declarando la inconstitucionalidad de la declaración del Estado de Alarma para hacer frente a la Pandemia. Los propios magistrados discrepantes calificaron, en su voto particular, de aberrante los argumentos de una Sentencia que, de haberse dictado en el momento culminante de la pandemia, habría colocado al Gobierno en el diabólico  dilema de no hacer nada mientras fallecían cerca de mil personas diariamente en nuestro país (viva la libertad de tomar cañas) o proponer al Congreso la declaración del Estado de Excepción, previsto para crisis de origen político, no para catástrofes naturales o sanitarias, y mucho más restrictivo de los derechos individuales. 

Es evidente que si los propios integrantes del Tribunal califican de aberrante los fundamentos de una Sentencia, cuyo texto y votos particulares publica el BOE, los ciudadanos tenemos pleno derecho a criticar una sentencia o resolución.

Y prefiero no contarles la irrupción como un elefante por una cacharrería del propio Tribunal Constitucional  -con una mayoría caducada y conservadora e incluyendo dos magistrados que se zafaron de una recusación de libro-  en el ejercicio de la función legislativa y en la autonomía de las Cortes Generales,  atendiendo una petición del PP, mediante unas medidas cautelarísimas sin dar audiencia ni a las Cámaras ni a los Grupos Parlamentarios. La finalidad era boicotear la tramitación de la derogación del delito de  sedición y la reforma del de malversación de caudales públicos en el  Código Penal, con el trasfondo de las secuelas del Procés.

De forma que una cosa es lawfare, es decir la participación de autoridades judiciales en estrategias partidistas (de la que hay ejemplos visibles, tan graves como aislados) y otra cosa es el derecho (y deber legal de autoridades y funcionarios, frente a los casos más graves) de acceso a la justicia en defensa del interés general y velando por el pleno sometimiento de la Administración Pública a la Constitución y al Ordenamiento Jurídico.

 Y otra la “judicialización de la política”, que consiste en utilizar a los Tribunales sin el menor fundamento jurídico y con el único propósito de dañar la reputación del adversario. Suele tener muy poco recorrido, a menos que cuente con alguna complicidad judicial; pero entonces estamos ante lawfare. 

A mí, que estas líneas escribo, Coalición Canaria y sus mariachis  me han llevado infructuosamente en cuatro ocasiones, durante el anterior mandato del Ayuntamiento de La Laguna, ante la Fiscalía o ante el Juzgado de Instrucción. Todas con el acompañamiento de una gran trompetería mediática. Llegaron a cacarear, un día detrás de otro, que me iba al Senado para “aforarme” (como si todos fuéramos iguales). Y ninguna pasó del primer trámite. 

Porque, en España, la inmensa mayoría de los integrantes del  Poder Judicial es garantía de la legalidad y de los derechos de los ciudadanos.

Santiago Pérez, La Laguna, 22 de diciembre de 2023

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