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Que por mí, no quede

Mónica Orduña Labra

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Si te asomas a los medios de masas, parece que el país remueve sus tripas en direcciones opuestas: están los que contienen el aliento y tratan de acompasar el aire para resistir el desencanto, que llega cuando no se entienden las derivas de la mayoría, y, por otro lado, es un suponer, están los que paladean la victoria y se quitan la espina de resentimientos, pagados a golpe de triunfo. Saberse vencedores purifica las desdichas que continúan en el día a día.

Como una ya acumula años y experiencias parecidas, atesora como un privilegio los rincones en los que odios y alharacas por un poder más o menos perdido y hallado no tienen mayor importancia. Ahí siguen mis libros, mis afectos, el rincón de mi mesa de trabajo, las sonrisas de adolescentes que con indolencia me reciben cada día. Ahí siguen también los regalos de la vida. 

Ayer descubrí en Quesia Bernabé lo bien que suenan en su voz los versos de Lorca, como también vibran en las canciones de Eva Calyza; las dos jovencísimas profesoras de instituto que compaginan la docencia con su dedicación al mundo de la música. Cuánto talento por estrenar y cuánta humildad y esfuerzo en el empeño.

Hoy, una jornada en el parque del Retiro madrileño con adolescentes del primer curso de la ESO me regala asistir a sus miradas nuevas. Se nos olvida que hay grupos que crecen de espaldas a la belleza, alimentados de ruido y falsas realidades. Es sorprendente escuchar que nunca visiten los parques de sus lugares de residencia, los museos, los majestuosos jardines botánicos, que no les hayan enseñado a dirigir sus miradas a los árboles, protagonistas silenciosos de las mejores arquitecturas de las ciudades. Tan ocupados en sus pantallas y en sus figuras decoradas a golpe de aplicación, se olvidan de la existencia de esa realidad que les circunda y que excede con mucho el perímetro de su yo. 

Es impagable ser testigo de lo que supone la contemplación de la belleza en una cara inocente. Frente a la candidez romántica del Palacio de Cristal me regodeo en sus sonrisas de dicha. Qué suerte saberse docente, compartir claustro con la ilusión y las fuerzas de ese profesorado recién llegado, qué fácil acostumbrarse cada curso a renovar aulas repletas de posibilidades.  A dominar la mezcla de pareceres, a ser testigo de tantos desencantos. Ahora que el curso está dando sus últimos timbrazos, les recuerdo que no hay proyectos más interesantes que aquellos que quedan por cumplir. 

Pues eso. Que por mí, no quede.

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