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¿Este PP, paladín anti-corrupción?

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He dedicado gran parte de mis energías durante la mitad de mi vida a desempeñar la tarea de oposición: primero en el tardo franquismo, siendo casi un muchacho; después en la democracia: Cabildo Insular, Ayuntamiento de La Laguna, Senado y Parlamento de Canarias.

Quienes entienden la política (y, en cierto modo, la vida) exclusivamente en términos de poder o de éxito y riqueza, no lo entienden. Ni lo entenderán nunca. Como tampoco son capaces de comprender que esa tarea de contrapeso y de control del poder está llena de sentido. Y asocian “estar en la oposición”, inexorablemente, a “frustración”. En ese “quienes” hay individuos de todos los partidos.

Sin embargo, el control, el contrapeso frente al poder  -por modesto que sea y por escasos que sean los instrumentos legales, informativos o los asesoramientos disponibles para ejercitar la labor de oposición- es consustancial a los regímenes democráticos insertos en la tradición del liberalismo político. Es la seña distintiva entre esa tradición demoliberal, que es la que inspira nuestro valores constitucionales, frente todas las variantes del autoritarismo: conservador, revolucionario, populista…

Forma parte del abc de la cultura política liberal-democrática la premisa de que el poder tiene en su código genético la tendencia a expansionarse constantemente, ahogar las libertades  y destruir cualquier clase de rompeolas que se le ponga por delante.

Les aseguro que bregar contra la corrupción es una  tarea llena de sinsabores. Y en la que estás abocado a padecer casi a la intemperie, a menos que dispongas  de importantes apoyos políticos y empresariales, ataques injustos y campañas de descrédito. Si lo sabré yo.

Sin embargo, es una obligación ineludible. El miedo a las represalias o cualquier tipo de complicidad (o de omertá) en este terreno es un fraude a la sociedad y un “delito” de lesa democracia.

Denunciar la corrupción tiene además una dimensión importante a la hora de defender la calidad de la democracia. Porque la corrupción coloniza las instituciones y degrada las elecciones. Cuando un gobernante, por ejemplo en Canarias, sin ir más lejos, quebranta la legalidad de contratos o presupuestaria favoreciendo a alguna o varias empresas, debemos preguntarnos a cambio de qué: a cambio de nada, es decir gratia et amore, a cambio de “mordidas” para sí mismo, o a cambio de financiación electoral para su partido. Y en este último supuesto, las trampas a la limpieza del juego democrático están servidas.

A  este PP le toca -aunque no lo acepta de ningún modo-  estar en la oposición en la política estatal. Así es la Constitución y nuestro régimen parlamentario, de los que la investidura y la moción de censura constructiva son piezas arquitectónicas.Y tiene, por tanto, el derecho y la obligación de denunciar cualquier extralimitación, ilegalidad o corrupción  en el Gobierno o en la Administración General del Estado y en los organismos y entidades que de ellos dependen.

Pero este PP tiene un problema: un historial de corrupción que pesa como una losa. Ya investigada y juzgada, en unos casos, y en vías de serlo en otros. Son asuntos que forman parte de la actualidad o de la memoria reciente. 

Tan grave ha venido siendo ese lastre de corrupción que, en algún momento de la década pasada, algunos de los poderes fácticos que lo patrocinan llegaron a considerar que el PP estaba amortizado. Y empezó a aflorar, con llamativa cobertura mediática, una opción alternativa: Ciudadanos. Pero desde que el PP pareció recuperarse, Ciudadanos fue reabsorbido y se diluyó.

Estos días Feijóo y sus pretorianos (Tellado, Gamarra, Álvarez de Toledo y Bendodo, vaya cuatro pa´cargar un piano) han dejado de-un-momento-pa´otro su algarada contra la amnistía para centrarse a fondo en el caso Koldo. Pensaron, con buen criterio, que la corrupción hace mucho más daño al PSOE y a los partidos de izquierdas que a los de derechas. Luego, ¡al ataque!

Pero la lucha anticorrupción requiere, como primera premisa, no tener  una techumbre de cristal en ese mismo terreno. Porque te puede pasar en cualquier momento lo que les acaba de pasar: ha reaparecido con tintes  muy groseros el pack Ayuso & family-mascarillas-pandemia-mordidas…¿Y ahora?

Lo de siempre: tratarnos  con la misma falta de respeto a la inteligencia de todos. Y ahora más groseramente, si cabe. Los exabruptos de Ayuso acusando al poder del Estado de una investigación “desquiciada” contra “ese particular” se estrellan contra el reconocimiento de “esa persona” de haber cometido dos delitos y proponiendo un pacto penal con la Fiscalía, que le sirva para evitar el juicio y rebajar la pena.

Un partido que aspire, aunque sea obsesivamente, a ser alternativa de Gobierno debe estar dirigido por personas capaces que generen, a través de sus propuestas y de su credibilidad, expectativas de poder gobernar solventemente; pero también deben estar  en condiciones de desempeñar, mientras permanezcan en la oposición, las funciones primordiales de control del Gobierno, de defensa de la legalidad y de denuncia de cualquier tipo de corrupción: hortera o sofisticada.

Y eso es exactamente lo que este PP no está en condiciones de hacer.

Que este PP emprenda una cruzada anticorrupción mientras sigue instalado en  la sede de Génova, cuya reforma se pagó con dinero negro, sería para tomárselo a broma. Si no fuera porque tanto en este asunto y en otros caso de corrupción, como en sus flagrantes contradicciones políticas, adoptan y transmiten una actitud de absoluta impunidad, sabiéndose escoltados por una gran flota acorazada mediática, que ponen a su disposición sus patrocinadores empresariales.

Si no fuera por el visible deterioro del pluralismo informativo, que dificulta hasta el límite la formación de una opinión pública libre y daña progresivamente la calidad de nuestra democracia, este PP y sus dirigentes tendrían  menos futuro que un bizcocho en la puerta de una escuela.

Probablemente ésta es una de las razones de su obsesión, y la de sus sponsors, por recuperar el poder cuanto antes y  a cualquier precio, incluso al de dañar gravemente la democracia bajo la divisa “cuanto peor, mejor”. Aunque ese peor sea para los españoles y, de paso, para el Gobierno.

Por eso me pregunto frecuentemente: si están dispuestos a todo para hacerse con el Gobierno, a qué no estarán dispuestos, si lo logran, para conservarlo. Y la respuesta que me doy es inquietante y desmoralizadora.

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