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Recuerdos de mi padre

Pascal Calabuig junto a su padre

Pascual Calabuig

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Al amanecer de este pasado 19 de marzo, día del padre, no pude menos que acordarme del mío, recién fallecido. No quería ponerme triste por lo que hice el esfuerzo, muy leve en este caso, para recordar anécdotas divertidas que vivimos en casa. Cuando me di cuenta estaba riéndome a carcajadas, sin siquiera haberme levantado de esta cama de cuarentena. Y me voy a permitir contarles el motivo de tan risueño despertar, en la seguridad de que usted, amigo lector, también esbozará al menos una sonrisa, salvo, claro está, que fuera alguno de los que padeció las pesadas bromas maquinadas por Calabuig.

Corrían años de mi infancia allá por principios de los 70. En ese entonces mi padre ya tenía un hueco en la mayoría de los hogares canarios con motivo del programa “Los Deportes” en el Telecanarias de la 1, única cadena de televisión en las islas en aquellos años. A mi padre le tenían auténtica devoción, ganada a pulso en las décadas anteriores, retransmitiendo los partidos de la Unión Deportiva y sus comentarios en diversas emisoras de radio que nunca tenían desperdicio. Pues no faltaba más.

Es por ello que cuando mi padre anunció en la televisión, muy seriamente, que en la Presa de Las Niñas, en el municipio moganero, se estaban pescando grandes meros, quizás provenientes de las huevas de los pejes que se subían allá arriba para hacer caldos de pescado bajo los pinos, nadie lo puso en duda. Mucha gente no cayó en que estaban a finales de año, en la fecha del 28 de diciembre, día de los Santos Inocentes. La increíble noticia se aderezó con imágenes de un pescador con un gran mero enganchado al aparejo de su caña, en la orilla de la presa y que había sido previamente preparado por la mente de un bromista sin límites, mi padre.

El señuelo estaba echado y tal disparate fue creído, a pies juntillas, por aficionados a la pesca que, raudos, partieron para la cumbre con sus cañas de pescar a probar fortuna. En Ayacata se formaron colas en la tiendita de aceite y vinagre y de allí, a toda prisa, hacia la Presa de Las Niñas. Nadie pescó nada y, mientras se aburrían, decenas de pescadores mascullaban para sus adentros si aquello no sería más que una broma pesada. Madre mía la que se armó en los siguientes días con tanta gente malhumorada, con motivos, buscando a mi padre para acordarse de su familia.

No quedaría ahí la cosa. Un par de años más tarde, para la misma fecha de las inocentadas, Calabuig maquinó la que sería su broma estelar. Meses antes, conoció que por nuestro Puerto atracaba, de cuando en cuando, un gran yate de alquiler, de bandera inglesa, cuyo nombre, Calabuig, en letras doradas, aparecía en la proa del velero. Contactó con la empresa propietaria y acordaron que le avisarían a la siguiente escala en La Luz. Mi padre subió a bordo debidamente ataviado con su gorra de capitán y fue filmado en la cubierta del lujoso barco, brindando con champán y acompañado de ensoñadoras jovencitas muy ligeras de ropa. Llegado el 28 de diciembre, en el Telecanarias, junto con las imágenes de mi padre en el yate de su nombre, se daba la noticia de que en el sorteo de la Lotería de Navidad, recién celebrado, Calabuig había obtenido el premio gordo, se había comprado un yate, al que había bautizado como su apellido y se disponía a iniciar un periplo transoceánico, necesitando marineros divertidos y con ganas de pasarlo bien. Estos se solicitaban a través de la propia noticia televisiva, los aspirantes debían dirigirse a la Oficina de Turismo, situada en la Casita Fataga del Parque de Santa Catalina. No pasó ni una hora y ya una tremenda cola de ilusionados compañeros de viaje esperaba para entregar sus credenciales. Conforme se enteraban de que allí nadie sabía nada y que se trataba de una inocentada, los ánimos se caldearon. Muchos acudieron a la Plazoleta de Milton a buscar a mi padre con propósito nada pacífico y el pobrecillo tuvo que esconderse de semejante turba.

Al día siguiente, saliendo de casa, con su sempiterno Saab, en el semáforo entre Tomás Morales y Juan XXIII, mientras nos encontrábamos parados, el cliente de un taxi, aparcado junto al coche de mi padre, bajó y, a grito pelado, le espetó con el dedo en sus narices que eso no se hacía, que le había costado un disgusto familiar al haberse ido de su casa con la maleta hecha. La cara de mi padre, hombre de paz, era un poema solicitando clemencia. Entonces aparcamos frente al Parque Doramas y allí me contó toda la historia. Yo me desternillaba de risa mientras el no dejaba de mirar por todos lados por si alguien más venía a recriminarle sus ideas de una buena “quintada”. Nunca más volvió a gastar bromas de ese calibre, entre otras cosas, porque en la propia TVE le dijeron que no se estuviera pasando de rosca.

Ese era también mi querido padre, al que tanto fervor y cariño le procesaron hasta su muerte por todos los rincones de nuestra Gran Canaria y también, creo, en el resto de nuestras islas. Descanse en paz.

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