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Recuerdos, sueños de días de verano

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Aquel Día de Reyes a la niña el regalo que más le gustó fue la cunita. De hierro forjado, pintada de blanco, primorosamente vestida. Cogía a sus muñecos, los acostaba de uno en uno, los levantaba, a veces los acunaba juntos, les cantaba una nana? “Arrorró mi niño chico”? Fue feliz, muy feliz. Y muchos días más siguió jugando con la cunita.

Andó el tiempo y la niña creció. Trabajadora social en la Junta de Menores, así se llamaba el organismo que velaba por los niños desvalidos en esa época, pocos años antes de llegar la democracia, ejercía su labor codo con codo con el Tribunal Tutelar de Menores, del que su padre había sido presidente en tiempos de la cunita. Labor ardua, dura, es difícil lidiar con niños no queridos por sus padres o que no reciben de ellos el amparo debido. Ella la resolvía con una total dedicación vocacional.

Aquel día decidió ir a su despacho por la tarde. Las horas de soledad silenciosa eran propicias para avanzar en la burocracia de los expedientes. La ocupaba un caso de adopción cuando el futuro padre se plantó sólo ante su mesa con una preocupación: “¿qué pasa si se tienen antecedentes penales, me darán al niño?? Ella le preguntó qué ocurría, pero si estaba inquieto por algo de su pasado podía tranquilizarse, su caso se resolvería con un final feliz, pronto tendría con él a su hijo.

Era una tarde placentera, de mansos colores pastel, de brisa juguetona con las ramas de los árboles entrando por la ventana. Avanzaban los minutos serenos sin el bullicio de las mañanas funcionariales. Se sintió comunicativo: “No me importa que sea niño o niña, no me importa la edad que tenga, sólo quiero un niño abandonado. Yo quiero arreglarle la vida a un niño que lo esté pasando mal? Es que yo fui un niño abandonado, yo crecí en el Reformatorio”.

Y a la niña ya mujer se le puso un nudo en el estómago que le llevó a tiempos pretéritos cuando los días de Navidad, de Fin de Año y alguna fiesta señalada, su padre la llevaba junto con sus dos hermanas, su madre y su abuela, a celebrarlo en el Reformatorio con los niños que no tenían el privilegio de una familia como la suya. Cenaban y luego tenía lugar un exhibición de gimnasia. Recuerda que su hermana mayor, cuando sus padres le decían que había entrado en la edad del pavo, iba de mala gana porque le parecía una pesadez, pero allá la llevaban también.

Recuerda algún niño pelado al cero. Recuerda al “Rata”, que así le llamaban porque era muy travieso (se niega en su evocación y con su experiencia a darle el calificativo de malo, o ruin, en todo caso, rebelde)? Y mientras, el futuro padre adoptivo sigue hablando., haciendo una crítica feroz de aquellos sus tiempos infantiles? Y nombra personajes que a la niña ya mujer no le son indiferentes. Recuerda al director, incluso cuál era su nombre? Y el nudo en el estómago le aprieta más, “ahora sale el nombre de mi padre?”, se decía en su interior y sus manos tiemblan debajo de la mesa, y el nudo se le hace casi insoportable cuando empieza a escuchar esta melodía:

“Después vino otro, un tal X, que pensaría igual que todos los demás, sería un facha como todos los demás, pero aquel era un hombre bueno. Aquel hombre mandó arreglar los pisos del reformatorio que estaban hechos una porquería. Aquel hombre mandó poner cortinas en las ventanas para que la gente que pasara por la calle no nos viera como hasta ese momento. Quitó el cuarto oscuro de castigo donde nos metían desnudos cuando nos portábamos mal. Yo vi a ese hombre sacar dinero de su bolsillo para nosotros.

Era una fiesta o un domingo el día que se presentó de improviso a comer y no nos dieron postre como muchos otros días. Él le preguntó al director que dónde estaba ese final del almuerzo y no se conformó con la respuesta “se nos ha acabado”. Entonces aquel hombre entregó dinero suyo: “vayan a la dulcería de la esquina y traigan dulces para los niños”. La niña ya mujer sabe que en su casa siempre se ha dado mucha importancia al postre, las manos siguen temblándole. Pero el nudo se va aflojando, ya no es tan insoportable? “Y además remató, ”que nunca el postre vuelva a faltar“ y gracias a aquel hombre ese día nos pusieron a cada uno tres polvorones en un platito raído”. Debió ser por Navidad probablemente, piensa la niña ya mujer.

“Y también potenció los talleres para que aprendiéramos un oficio? Y yo recuerdo ir, junto con otro compañero, a su casa a llevarle una cunita de juguete que hicimos en el de forja para una hija pequeña que tenía”. Entonces la niña mujer tiene que contener las lágrimas y serenar el ánimo para decirle, “¡pues ese hombre era mi padre, y esa niña soy yo”... Hay un silencio que deja paso a toda la placidez de la tarde, la quietud vuelve a entrar por la ventana, la niña ya mujer siente el canto de algún pájaro? “Pero de verdad ¿no tienes que objetar nada contra él??” Y el futuro padre adoptivo responde: “Ya ves que yo he hablado mal de todos los otros, no he tenido ningún inconveniente en hacerlo? Yo no sabía que era tu padre, pero tengo que decir que ese hombre fue un rayo de luz en mi infancia de tinieblas”.

Ahora, recordando, soñando en este caluroso agosto, entre tanta negritud que nos rodea, he sentido deseos de trasmitir la certeza de que entre tantas tinieblas que nos rodean también se cuelan rayos de luz.

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