Referéndum sobre monarquía o república

Manifestación e Madrid por la III República

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Desde hace años, parte de la ciudadanía reclama la convocatoria de un referéndum vinculante para decidir si la monarquía continúa como forma de gobierno en este país o, por el contrario, se establece una república.

Aunque este tema no es ahora apremiante, debido a la prolongación de la crisis económica que se inició en 2008, corre el peligro de diluirse intencionadamente para no llevarse a cabo, gracias al lavado de imagen de la Corona española tras los escándalos de la investigación de la infanta Cristina por su presunta participación en el caso Nóos y del papel del rey emérito Juan Carlos I en el cobro de comisiones vinculadas a la construcción de la línea ferroviaria denominada AVE a La Meca (Arabia Saudí), entre otros.

Su demanda resurge con fuerza cada 14 de abril, fecha en la que se conmemora la proclamación de la Segunda República. No obstante, este proceso, aunque tenga el apoyo popular, presenta un hándicap importante, que justifica por qué no puede celebrarse de manera automática: su convocatoria debe estar ratificada por las dos terceras partes de los miembros del Congreso de los Diputados y del Senado, respectivamente. A continuación, se disolverían las Cortes, se celebrarían nuevas elecciones y se formarían las nuevas Cámaras, que tendría que apoyar de nuevo su celebración con la misma proporción de votos. A día de hoy, el Parlamento español ha estado en manos de partidos que defienden a ultranza esta institución: la Unión de Centro Democrático, el Partido Socialista Obrero Español y el Partido Popular.

La Monarquía ha sido intocable durante décadas, convertida en el símbolo de la unión ficticia entre todos los españoles y en la extensión del centralismo político sobre los distintos territorios. Sus integrantes han vivido y viven en la burbuja de la ostentación, amparándose en ese papel de representatividad del Estado. Cerramos la boca y acatamos que el Gobierno detraiga una cantidad anual millonaria de nuestros impuestos para garantizar sus lujos y su bienestar. Eso es lo que oficialmente se denomina como asignación en los Presupuestos Generales del Estado para la Casa de Su Majestad el Rey.

Al mismo tiempo, se caracteriza por ser retrógrada, clasista y desconectada de la realidad socioeconómica y cultural de los distintos territorios españoles. Nuestros abuelos, madres y padres fueron educados en la imposición del silencio para no cuestionar públicamente su preeminencia en la pirámide social. Quienes lo hacían, quienes corrían ese riesgo, acababan sufriendo todo tipo de vejaciones, el rechazo entre sus propios vecinos y las consecuencias de una ley que siempre ha estado hecha a medida de los intocables.

Partimos de la idea de que la monarquía fue impuesta por Franco, gracias a la Ley de Sucesión del Jefe del Estado (1947), que constituía la quinta ley de las siete que conformaban las Leyes Fundamentales del Reino, aprobadas para organizar el poder durante el franquismo. A través de ella, Franco impuso que, de nuevo, España era un reino, tras el interregno de la dictadura de Primo de Rivera, la Segunda República y la Guerra Civil. No olvidemos que cuando llegó al poder, su idea fue disponer un período de transición para restablecer la referida institución como forma de Gobierno, designando él a su sucesor, con lo cual el país no solo retomaría el vínculo con la dinastía borbónica, sino que se consumaba la prolongación del personalismo del dictador y de los intereses de la derecha.

Por eso, la relación y los lazos de la familia Franco y los Borbones fueron evidentes y la figura de Juan Carlos se convirtió en un medio de propaganda para el Caudillo, adaptándolo a sus intereses y amoldando la conciencia de la ciudadanía para exhibirlo como la mejor y única opción de su relevo para guiar los designios de España.

La Constitución de 1978, que se presentó como la norma suprema que sustentaba la monarquía parlamentaria, la naciente democracia y los derechos y libertades de los españoles, constituyó el blindaje de la decisión previa de Franco, mostrando a la Corona como el paradigma inquebrantable de esa nueva realidad. Hasta el Partido Comunista de España (PCE), que participó en la elaboración y aprobación de la Carta Magna, pidió el voto masivo del electorado en el consiguiente referéndum para su ratificación porque representaba gran parte de los intereses de la clase obrera, con lo cual esa fuerza progresista le tendió la alfombra a una institución que simbolizaba todo lo opuesto a lo ella defendía. Al final, no tuvimos un Estado social ni democrático, sino el desarrollo de una clase política que se turnaba en los órganos de gobierno y convergente en la protección de la monarquía, independientemente de que encarnase a la derecha o la izquierda.

A partir de ese momento, siempre se le pidió al pueblo que votase, que no dejase pasar unos comicios porque depositar una papeleta en una urna era una expresión de libertad y conciencia individual. Las fuerzas políticas insistían una vez tras otra en que no renunciásemos a ese gesto, cuando en realidad sus miembros solo estaban interesados en ocupar un sillón en algún cargo público. Mientras tanto, se rechazó sistemáticamente y hasta la actualidad cualquier propuesta para introducir el derecho a la autodeterminación en la Constitución y si queremos vivir o no en una monarquía. Y esto se lo debemos a esos partidos políticos, que siguen turnándose en poder, al estilo de los partidos Liberal y el Conservador del siglo XIX, y que han hecho de la Constitución la protección a ultranza de esa institución, que cuenta igualmente con el apoyo incondicional de las Fuerzas Armadas, de corte mayoritariamente tradicionalista.

Los poderes económicos, que también se blanquearon con la naciente democracia y en cuyas manos estaban el desarrollo nacional y el designio de los propios gobiernos de derechas o izquierdas, necesitaban desprenderse de aquella imagen de una España retrógrada, dominada por la religión y con unos valores sociopolíticos que no estaban en sintonía con el desarrollo de la nueva Europa, más moderna y abierta. Se trataba de una nueva línea de apertura para que España desarrollase una economía neoliberal, bajo un Estado de bienestar. La monarquía era una pieza fundamental en este puzzle porque proyectaba estabilidad y apoyo al dominio empresarial.

Al mismo tiempo, la mayoría de los ciudadanos, que habían sido educados bajo el yugo de la dictadura, el miedo a opinar, el Movimiento, el nacionalcatolicismo y el patriarcado, no estaban acostumbrados al debate político. El simple hecho de hacer multitud de cosas que anteriormente estaban prohibidas suponía un cambio drástico, dando lugar a un nuevo estilo de vida y aportando luz a tanta oscuridad del pasado. La Transición fue la oportunidad del despertar político para expresar sus ideas, pero con muchas reticencias porque la misma democracia pendía de un hilo, como si fuese una marioneta a merced de ciertos sectores que querían prolongar el régimen autoritario de Franco. En ese marco, el planteamiento de que España fuese una república era impensable.

A este devenir, se añaden otros cuarenta años más hasta la actualidad, contados a partir del epicentro de 1978. En ese período, la Corona española incrementó su patrimonio y su ostentación y nos limitamos a ensalzar a una familia con una moralidad y unos valores intachables y a aplaudir sus visitas oficiales por todo el territorio español, con la sensación de que éramos importantes y avanzábamos como sociedad si los Borbones habían estado en nuestra localidad, provincia o comunidad autónoma. Luego, cuando se marchaban, nos quejábamos amargamente en el bar de turno porque muchos soñaban con vivir con el mismo tren de vida que ellos, sabiendo que al día siguiente volverían a doblar la espalda para trabajar en la construcción o fregar suelos.

La monarquía es un problema. Los casos de despilfarro económico son más que evidentes. Mientras miles de personas sufrieron las consecuencias de los recientes desahucios por no tener recursos para pagar una hipoteca, la Corona no ha dejado de exhibir públicamente su riqueza, producto de un gasto público que, repito, sale de nuestros bolsillos como si fuese el diezmo medieval u otro tipo de carga impositiva para beneficiar al señor feudal.

Somos capaces de amparar ese despilfarro y, paralelamente, reclamamos mejoras en la enseñanza pública, en forma de más docentes, nuevas infraestructuras y disminución de ratios por grupos, mientras la Corona envía a sus hijos a centros educativos privados y elitistas, tanto en España como en el extranjero, negando así la profesionalidad de los docentes públicos españoles. Somos capaces de sentarnos delante de la televisión para disfrutar del boato monárquico y, luego, nos desgañitamos pidiendo más inversión en la sanidad pública para no depender de donaciones ejemplares como las que realiza Amancio Ortega.

El hecho de que a estas alturas no se haya convocado ese referéndum demuestra que no vivimos en un país democrático porque no se tiene en cuenta la opinión de un amplio sector de la población. Las distintas proyecciones realizadas hasta estos momentos no dejan nada claro si su resultado sería a favor o no de la república. Las encuestas efectuadas por medios independientes garantizan su victoria, aunque por un mínimo porcentaje, mientras que los medios oficiales, controlados por los dos partidos que se turnan en el poder, enfatizan que los españoles no comulgan con ese cambio radical y que la monarquía es sólida y totalmente al servicio de España.

No olvidemos que España es un país históricamente de derechas y gran parte de la población de la tercera edad vota a esa ideología, con lo cual ratifica a aquella. Además, este sector social concibe la república como un sinónimo de conflictividad, heredado del sistema de propaganda del franquismo, que machacó hasta la saciedad que la Segunda República constituyó el peor período de la historia reciente del país.

Mientras tanto, seguiremos estancados, permitiendo que la Corona amplíe su patrimonio, aceptando que somos súbditos de quienes encabezan la pirámide social y ratificando la institucionalización de la distribución desigual de la riqueza.

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