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Una ruptura

Rosario Valcárcel / Rosario Valcárcel

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Daba igual que fuera domingo o Carnavales, eran raros los días que Ezequiel lo pasaba bien. Desde que Carla le dijo que no quería seguir viviendo con él, no puede comer, ni dormir, está de malhumor. Lo pasa fatal.

Lo conozco porque sus padres han vivido toda la vida en la planta alta de mi edificio, y cuando era pequeño venía a jugar con mi hijo Raúl.

Siempre lo he considerado de la familia.

Llevaban siete años viviendo en pareja, y ?aunque nunca se casaron- a todos los efectos eran un matrimonio. Tenían una niña de seis años, preciosa. La llamaban Paula.

Ezequiel había vuelto con sus padres pero esa vuelta le parecía un retroceso. No acaba de creérselo, la vida sin Carla ya no era lo mismo. No podía entender cómo había descubierto el engaño. Se juró a sí mismo que nunca más volvería a serle infiel. Le resultaba difícil vivir sin su niña que hablaba y hablaba hasta por los codos.

Yo no supe bien lo que había pasado hasta que una tarde al salir de casa me lo encontré en el zaguán, sigiloso. Hablaba solo y se había quedado en los huesos. Pero cuando me vio hizo un gesto con la mano para que me acercara, después se inclinó hacia mí, me dio dos besos y dijo:

-Es el final. No quiere vivir conmigo.

-¿Quién?

-Carla, mi chica. Me dijo que no aguanta más mis infidelidades, que ha sido desgraciada durante demasiado tiempo y que ahora estaba con otra persona. Fue horrible, no podía creer lo que me decía. Según ella ha encontrado el hombre de su vida y me ha gritado llena de odio que he destruido la confianza de mi hija. No quiere saber nada de mí.

-¿Y qué le has hecho? ¿Qué ha pasado?

Él bajó la cabeza y avergonzado me contó lo sucedido. Me contó que tuvieron una pelea porque ella se había enterado de su aventura con una compañera de trabajo. Ella albergaba todavía la ilusión de que el matrimonio es una aventura romántica. Se consideraba amargamente defraudada. Él se preguntaba una y otra vez cómo habría descubierto el engaño cuando había sido su secreto mejor guardado.

-No te preocupes. Ya te perdonará y harán las paces. ¿Dónde demonios va a encontrar una persona cómo tú?

Ya se sabe que los hombres son propensos a exagerar, pero los remordimientos y la frivolidad de los hechos lo paralizaron y yo sentí por él algo parecido al instinto maternal. Me miraba sin pestañear como un niño que busca a su madre. Le invadía la angustia, la culpa, el dolor. Atravesaba una crisis de melancolía. Había caído en esa tristeza que absorbe el agua de la vida, como dice la canción de Tres tristes tigres del Mago de Oz.

-¡La echo tanto de menos! Pienso en ella a todas horas, sobre todo cuando llega la noche, cuando la sentía a mi lado, cuando la abrazaba como si quisiera hacerla cautiva. Cuando gravitaba con movimientos lentos sobre su cuerpo desnudo, cuando la poseía y sentía sus gemidos.

Lo dijo como embrujado y sus ojos vidriosos reflejaron su pasión animal. Debo confesar que a mí me empezó a entrar un calor sofocante, un intenso fuego, una necesidad física de hacerlo. Húmeda, el vestido se me pegaba a mi cuerpo y mi imaginación volaba y volaba, no podía detenerla. No quería entrar en mis deseos.

Sabía que él se estaba dejando llevar un poco por el ardor del momento. Miraba para mi escote, para el nacimiento de mis voluminosos pechos y sin dejar de hablar me cortejó con los ojos, me cogió las manos, me acarició con la yema de sus dedos. Llena de confusión y temblorosa sentí que las olas se precipitaban sobre mí. No las aparté. No quise romper el hechizo.

Pero mi bulliciosa excitación sexual se incrementó al ver su rostro lujurioso. Entonces me dio miedo mi impaciencia, me encontraba en el límite de mi resistencia pero me vino a la mente la piel arrugada, los cuernos, la desnudez y la forma grosera de la representación del diablo. De la traición. Estaba dispuesta a evitar el apasionamiento. Pero los dos sentíamos unas ganas intensas, vigorosas, inaguantable. De pronto no me importaba lo más mínimo que se propasase y me relamí como una gata en celo.

Y es que Ezequiel despertó esa ternura que existía entre nosotros, despertó mi deseo salvaje, por eso cuando sentí su cuerpo junto al mío, me sentí muy excitada y decidí hundir mi cabeza en su hombro abandonarme a sus besos locos, al calor de su lengua.

Todo fue muy rápido. El roce de sus manos en mis nalgas me hizo perder la razón y me dejé llevar por su sexo desgarrador que, igual que una serpiente, vibraba y se retorcía en mi gruta. Él parecía disfrutar con su dolor, con nuestro placer que se filtraba en los escondrijos del zaguán.

Aquel día Ezequiel comprendió que la vida nos había juntado. Comprendió que los sentimientos y las fisuras que las relaciones amorosas producen determinarían su futuro.

Rosario Valcárcel

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