El teatro de los infames

El teatro de los infames

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Hay mañanas que me levanto con la sensación de que la vida se ha convertido en una obra de teatro, cuyo argumento no es más que la repetición de algunos de los males comunes que nos rodean, golpeándome el cuerpo como si fuese la porra de la Policía que carga contra la multitud en medio de una manifestación pacífica. Tengo la impresión de que hay miles de personas que se ríen de mí, de ti, de todos los que cuestionamos lo que es evidente y considero que ellas, los verdaderos actores y actrices, son solo una muestra representativa de lo que históricamente ha venido sucediendo en este país. 

A pesar de esta pesadumbre, me niego a sentarme en este patio de butacas que se llama España y dedicarme a aplaudir esta burda obra de teatro como un mono de feria que, tras los barrotes que encierran su libertad, debe transmitir una falsa imagen de felicidad para que la función continúe, día tras día, como si no pasase nada alrededor. 

Poco se puede esperar de un Estado que ha ido perdiendo educación y valores a pasos agigantados, hasta desembocar en la cultura de conseguir las cosas de manera fácil y sin esfuerzo, el desarrollo de la corrupción como profesión y las amenazas físicas y verbales como medio de expresión y de crecimiento personal. 

Ahora, hasta los presuntos violadores, como los implicados en el caso de la menor en Burjassot (Valencia), salen de las dependencias de la Policía a hombros y apoyados por sus familiares y amigos, como si fuesen toreros que han triunfado en una corrida y atraviesan la puerta monumental jaleados por el público. La próxima vez, más y mejor. El juez que los ha puesto en libertad ha empoderado a estos degenerados y ha reforzado la actitud de otros que actuarán de la misma forma. Bajo su capa de menores de edad, se esconden unos seres crueles, depravados y violentos, otra manada a la que no le ha importado ni lo más mínimo el daño que ha causado en su víctima porque todos sus integrantes se creían con el derecho a utilizarla como un objeto sexual. Ya sabían lo que querían, ya sabían lo que harían, ya sabían las consecuencias, ya sabían que les gustaba ser así. 

La función continúa, con un cambio de escena para que entren otros actores, pero con el mismo argumento y la misma sensación de impotencia. Los aplausos son ahora para el exrey Juan Carlos I, que el pasado mayo estuvo en Galicia disfrutando de su condición de intocable, tras dejar momentáneamente su apacible retiro en Qatar. De nuevo, está prohibido cuestionar el blanqueamiento judicial al que se ha sometido a ciertos integrantes de la Monarquía española y menos aún abordar todo los supuestos casos de corrupción en los que se vio envuelto aquel cuando ocupaba su cargo de representación. 

No solo de trata de una cuestión indudable de que la Justicia no se aplica por igual a todos los ciudadanos ni de que todos somos distintos ante la ley, sino de que aquella permite que una serie de personas sigan considerándose al margen de la ley, al estilo de la  monarquía absolutista que gobernó esa misma España en la Edad Moderna, donde se consideraba que el poder de los reyes proveía de Dios. Para ello, cuenta incluso con el apoyo irrebatible de gran parte de la sociedad y de la clase política: la primera, sigue viendo a la Monarquía como la institución que guiará sus designios como colectividad, además de representar la estabilidad y el desarrollo nacional; los segundos, necesitan y defienden a esa misma Monarquía como símbolo de la democracia surgida en la Transición, pero sobre todo como garante de su proyección social para conseguir ganar elecciones y, por ende, distribuirse el poder en todas las esferas territoriales.

Por eso, no es de extrañar la actitud del exrey, que encima fue recibido con aplausos a su llegada y se paseó por Galicia con la cabeza bien alta, como si los malos de la película fueran otros, esos que a final de mes tienen problemas para pagar la hipoteca, sufren desahucios o trabajan sin estar asegurados. Una actitud que conmina a que bajemos la cabeza a su paso y que sigamos admitiendo que somos súbditos y presos de un sistema político que garantiza el abismo de las diferencias sociales. Preocuparnos por quienes han vivido con todo tipo de lujos, gracias al erario público, supone admitir otros tipos de violencia: la económica, que cimenta los evidentes desequilibrios que sufre España, y de dominio, que refuerza el papel de quienes ocupan la cúspide de la pirámide. Ellos, cada vez más ricos y al margen de la ley; nosotros, asalariados y sometidos a una dependencia brutal del dinero.

La función continúa, más violenta aún si cabe. El fascismo también ha sido invitado con honores a esta obra de teatro, entrando por la puerta de cualquiera de nuestras casas para demostrar que el comportamiento cívico y la aplicación de las leyes se pisotean con tal impunidad que nadie osa cuestionar sus métodos. Daniel Esteve, fundador de Desokupa, un grupo de extrema derecha que se disfraza en forma de empresa de desahucios extrajudiciales, actúa con tal violencia por todo el país que no solo constituye un referente para otros grupos de esa misma ideología, sino que ha contribuido a afianzar la misma idea ya apuntada de que las personas son objetos y se pueden quebrar bajo cualquier concepto y medida para alcanzar un objetivo final. Las denuncias presentadas contra sus procedimientos, en algunas de las cuales se ha hecho constar que incluso estuvieron presentes miembros de distintos cuerpos de seguridad, que permanecían pasivos ante su actuación, es solo un ápice de esta conducta deleznable , que evidentemente cuenta con el apoyo de quienes contratan sus servicios. La violencia se retroalimenta de los sentimientos de otros violentos. 

Y en el último acto aparece el presidente de la Federación de Fútbol, Luis Rubiales, de todos conocidos y otro intocable en esta obra. Forma parte de las cloacas del Estado porque ha utilizado su cargo para hacer negocios turbios, hasta el extremo de grabar conversaciones telefónicas privadas con políticos, futbolistas y empresarios, sin olvidar tampoco la comercialización de la Liga de Fútbol, convirtiéndola en un producto que se ofrece al mejor postor. Quien actúa así, esconde algo turbio y desarrolla una carrera de fondo bajo la bandera de la ilegalidad, quizás siguiendo la proyección del máster impartido por el comisario Villarejo.

Rubiales es el mismo que se ha mofado literalmente de las mujeres y que ha banalizado su lucha para lograr la igualdad con los hombres. Su gran logro fue vender a bombo y platillo que, en la sociedad patriarcal de Arabia Saudí, las mujeres se estaban liberando del yugo gracias a su presión para que contasen con baños propios en los estadios de fútbol, derivado de su aceptación para que la Supercopa de España de 2022 se celebrase en dicho país. Para él, la integridad de una mujer equivale a un baño y a la orina que se pueda verter en él.  

Termina la función. Ahora, se supone que estoy en la obligación de levantarme de mi butaca para aplaudir esta representación, convertida en gotas gruesas de lluvia, empujadas por el viento en medio de una gran tormenta de podredumbre que no cesa. La realidad es que me siento dolorido y no comprendo cómo una parte de los españoles tiene como referente a estos actores, que día tras día hacen sentir al resto como los muros desconchados de una vieja casa a la que ya nadie le importa. Qué valores podemos transmitir a nuestros hijos e hijas si la propia sociedad carece de ellos. Y aunque los ejemplos expuestos constituyen un lastre para el desarrollo común, todos siguen mofándose de nosotros con sus actitudes, comentarios y decisiones hasta ridiculizarnos. En este nido de madrigueras, nadie tiene asegurado su pan para mañana.

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