Desde una óptica rigurosa, exigible siempre y con especial énfasis en la cuestión que nos ocupa, toda aproximación al fenómeno de la violencia escolar debe de contemplar algo que ningún especialista que se precie puede obviar: la violencia, como fenómeno genérico, no brota espontáneamente en nuestras escuelas, sino que esta, más bien, se manifiesta como palmario reflejo de los valores imperantes en la sociedad extremadamente competitiva en que vivimos. En nuestra sociedad subyace una violencia estructural que dificulta nuestra convivencia y cuyo origen hay que buscarlo en una multiplicidad de factores, tales como la injusta distribución de los bienes materiales; el escaso crédito que poseen valores como la solidaridad, el compañerismo o la tolerancia; la dejación de responsabilidades por parte de determinados progenitores respecto de sus hijos, forzada o no por las circunstancias familiares; las escasas oportunidades de desarrollo que padecen sectores significativos de nuestra población... En otras palabras, los centros educativos no funcionan como microcosmos ajenos a las dificultades y contradicciones de los contextos sociales donde se insertan sino que, como no podría ser de otra manera, son fiel reflejo de los mismos. Cosa diferente es que la institución escolar deba intentar, cuanto menos, cumplir con su función transformadora a fin de progresar en la anhelada disminución de las desigualdades sociales. Lo anterior no se contradice con la necesidad de reconocer la existencia de una violencia explícitamente escolar, que dificulta notablemente la convivencia en los centros educativos, con variadas manifestaciones de acoso y maltrato de unos escolares a otros y al profesorado, e incluso, con agresiones de algún padre o madre hacia el docente de turno, considerado en ocasiones como culpable último de alguna situación de conflicto de sus hijos. Con independencia del análisis global, la gravedad de este tipo de fenómenos antisociales exige la existencia de mecanismos concretos que ayuden a solventar en primera instancia, de forma efectiva y rápida, los casos específicos de violencia que se generan en nuestros centros educativos.Sin embargo, es importante poner de manifiesto que este complejo problema, con evidentes ramificaciones en la propia estructuración socioeconómica y cultural de nuestra sociedad, no se soluciona a través de actuaciones efectistas y/o electoralistas de última hora, muy del gusto de nuestros actuales gestores educativos. Sin menospreciar totalmente su posible utilidad inmediata, ni los teléfonos del acosado ni los observatorios de la violencia, ni mucho menos, las recetas fáciles que algunas organizaciones sindicales proponen (como la descabellada pretensión de que el Gobierno convierta al profesorado, más o menos, en policías armados con tizas) abordan, siquiera tangencialmente, la raíz del problema y, por supuesto, no ofrecen las soluciones necesarias para que los centros educativos puedan realmente cumplir con su función esencial de educar, con los medios oportunos, para la convivencia democrática, el diálogo y la resolución pacífica de los conflictos.Sin lugar a dudas, la visión excesivamente economicista que tiñe toda la gestión de nuestra administración educativa, genera el que no se estén invirtiendo los recursos necesarios para desarrollar las políticas de prevención y atención específica que demandan los centros: disminución de las ratios (número de alumnos por aula); presencia de profesionales especializados no docentes y aumento del número de profesores en los centros a fin de poder atender adecuada e individualmente a la diversidad de nuestros estudiantes; formación específica para el profesorado en materia de resolución de conflictos; desarrollo de estrategias de prevención, conciliación y ayuda compensatoria a los alumnos disruptivos o que no aceptan la escolarización obligatoria... En este sentido, tampoco podemos olvidar que también es tarea de la administración impulsar los medios necesarios para fomentar la implicación de las familias en la educación de sus hijos así como la formación permanente a través de las escuelas de padres y madres. En definitiva, sólo nos encaminaremos hacia la resolución de este tipo de situaciones cuando se abandone la política de gestos y se apueste por una inversión adecuada en educación pública, concretada en la existencia de los adecuados recursos materiales y, sobre todo, en la presencia del suficiente personal, docente y no docente, a fin de poder atender con eficacia las necesidades reales de nuestro alumnado.* Fernando Pellicer Melo es miembro del Secretariado Nacional del STEC-IC Fernando Pellicer *