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Vuelvo a la fábrica

Alberto Rodríguez

Francisco Javier León Álvarez

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Nunca hay que olvidar las raíces. Hay quien nace en una clínica privada; duerme en una cuna situada en una habitación que abarca tanta superficie como el piso que comparten ocho inmigrantes; con un servicio doméstico que le cambia los pañales y sin problemas económicos a lo largo de su vida porque sus progenitores tienen una posición social cimentada, a base del dinero y las relaciones entre iguales. 

  En cambio, otros nacen en un hospital público y crecen en un piso de un barrio obrero; con una madre y un padre que trabajan a destajo para llegar a final de mes, sin derecho a vacaciones ni a soñar con una vida mejor; ahorrando cuando no hay de qué ahorrar y con la inseguridad laboral como expectativa en el horizonte. Pero la resignación nunca ha formado parte de la clase obrera.  

  Como tantas otras personas, leí la carta que escribió el exdiputado Alberto Rodríguez para despedirse de su cargo en el Congreso de los Diputados y de su militancia en Podemos, tras la sentencia del Tribunal Supremo, que ratificaba la condena de cuarenta y cinco días de prisión por un delito de atentado contra la autoridad y la accesoria de inhabilitación para ser elegido cargo público durante el tiempo de condena. Reconozco que sentí un profundo respeto cuando dijo que volvía a la fábrica, a su empleo en la refinería, de donde salió para desempeñar temporalmente ese puesto en la política nacional, y que no se detendría hasta demostrar que esa sentencia tenía una fuerte carga subjetiva y que no se correspondía con las pruebas aportadas.

  La inmensa mayoría de españoles considera que no está capacitada para ocupar un cargo político en cualquiera de los estratos. Por eso, prefiere delegar en otros su representación política y vivir en la queja continua, como si eso fuese a salvarlos. En cambio, otros dejan atrás ese esquema y sus raíces de barrio se convierten en un impulso para seguir alzando la voz.

  Así que, para mí, que también provengo de una familia de clase obrera, esa frase de Alberto es resultado del autoconvencimiento del puesto que ocupamos en la escala social y cuáles son nuestras aspiraciones como colectivo. En ese marco, somos conscientes de que la sentencia judicial que le condena no es más que otro escarmiento público del sistema político.

  La Justicia es un pilar básico en una democracia porque garantiza el cumplimiento de unas normas, que rigen la coexistencia pacífica entre la ciudadanía, y unas libertades, derechos y obligaciones comunes, sin que existan de por medio diferencias que provoquen una ruptura evidente de esa equidad. No obstante, la realidad es totalmente distinta porque ese poder está politizado y no es neutral, ya que las dos fuerzas dominantes en el bipartidismo, el Partido Socialista Obrero Español (POSE) y el Partido Popular, ejercen su influencia directa sobre él. 

  El PSOE se ha plegado ante esta sentencia. Tampoco comprendo qué esperaba Alberto de los socialistas, cuando ya sabía de antemano que los socialistas representan la misma línea que los populares, él que precisamente ya había protestado en diversas manifestaciones antes de convertirse en diputado. El PSOE lo vendió y sus compañeros de Podemos tampoco han hecho mucho ruido con su socio de Gobierno porque les interesaba quitarse de en medio este problema cuanto antes, ya que internamente aquel era un problema para la relación entre esas dos formaciones. 

  Por eso, la Justicia ha encontrado en Alberto Rodríguez otro chivo expiatorio más para lanzar un nuevo mensaje a la sociedad: los españoles no somos iguales ante la ley, sino que existen clases sociales, y la Justicia no es transparente, sino que actúa muchas veces en función de intereses creados y amparada por unos fines políticos.

  Al mismo tiempo, esto entronca con la actitud de la clase política, que le molesta las voces y las actitudes como las de ese exdiputado porque procede de otra realidad totalmente ajena a la suya, una especie de submundo al que aquella nunca bajará y que no debe tener un representante público. 

  Esa misma clase política no sabe lo que significa que un pibe de barrio asuma que tiene conciencia política, así como el derecho y la capacidad para convertirse en diputado nacional, fruto de su trabajo con distintos colectivos y organizaciones, siempre a pie de calle e invirtiendo parte de su tiempo libre en ayudar a otros y en colaborar para solucionar problemas de manera común. Aquí no existe la fórmula tradicional de ir escalando puestos dentro de los clásicos partidos políticos: primero, desde las formaciones juveniles hasta ocupar cargos en los niveles bajo y medio de la Administración, desarrollando redes clientelares; luego, la aspiración de convertirse en diputado regional o nacional. En este caso, todo queda entre amigos, entre favores que se van tejiendo con el paso del tiempo y que posteriormente se cobran con comisiones en la adjudicación de contratos, colocaciones a dedo, prevaricación y, como no, el juego sucio de frenar el avance de toda voz discordante. 

  El problema que tiene Alberto Rodríguez y otras personas, a ojos siempre del sistema político actual, es que molestan, causan mucho ruido dentro del pensamiento y la acción pasiva que se nos inculca desde pequeños. Cuantos menos protestemos, cuanto más nos adaptemos a la forma de pensar impuesta desde la cúspide de la pirámide social, cuanto menos cuestionemos ese sistema sociopolítico y afrontemos nuestros designios como marionetas, más posibilidades tendremos de convertirnos en una masa social dividida, conformista y manipulable, que aun así cree que es libre y feliz.

  Coincido plenamente con su afirmación de que los activistas y defensores de ideas progresistas están marcados, hasta el punto que cargan con los estigmas que otros les imponen, gracias a los comentarios y mensajes de determinadas fuerzas políticas, medios de comunicación y un sector de la ciudadanía, todos ellos interesados en que continúe esa división social. 

  Volver a la fábrica no solo significa reintegrarse en el puesto laboral, con el fin de cumplir con un trabajo para el cual se te ha contratado y producir para obtener dinero como contraprestación, sino la reafirmación de que ocupar un cargo político no es sinónimo de desempeñar una profesión. 

  La fábrica te recuerda que el trabajo es un derecho, aunque tampoco está al alcance de todos, y que hay que dignificar cada empleo para que esté correctamente retribuido, dejando atrás multitud de condiciones asfixiantes que todavía persisten como la explotación laboral y los salarios que se pagan total o parcialmente en dinero negro. 

  Hay que vivir a pie de calle con los problemas de tu comunidad, de tu barrio, de tus vecinos, opinar y escuchar para buscar respuestas efectivas para el beneficio colectivo. Existe otro Parlamento, donde se mezclan desde las manos sucias de un mecánico hasta la madre pluriempleada y el inmigrante que sigue viviendo en el desarraigo. Se trata de la asamblea vecinal, donde sus miembros exponen de igual a igual sus demandas y demuestran que todavía existe luz en el camino. 

  Mientras tanto, quienes aspiren a formar parte de la clase política, jamás conocerán nada de lo que sucede en la calle, incluidos esos problemas diarios que configuran la sociedad y determinan sus avances y retrocesos, y su acción se centrará en los despachos y en el constante marco teórico y estadístico. Se sienten importantes en un Congreso de los Diputados que muchas veces tiene un aspecto de un patio de colegio, dando cabida a reproches mutuos entre formaciones políticas y en frenar cualquier propuesta del oponente.

  Las voces discordantes siempre han sido un objetivo de esa clase política, que vive de espaldas a pueblo y a la que hay que agradecer sus relaciones directas con los bancos, que se materializan en desahucios y que impiden que la vivienda sea un derecho; la pobreza energética, sin afrontarse el problema de raíz y sin implantar una política de nacionalización; y la aprobación sucesiva de leyes educativas, que repercuten negativamente en la docencia y en los contenidos que se imparten.

  Miles de mujeres y hombres entran y salen cada día de la fábrica, cumpliendo con sus obligaciones, pero siempre deben ser conscientes de que hay que anteponer la honradez y la dignidad por encima del barro, dejando limpios sus nombres allí por donde pasen.

   

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