El juez Santiago Pedraz es incómodo como una piedra en el zapato para este Gobierno. Fue uno de los pocos de la parte más alta del escalafón que se atrevió a mostrar en público su apoyo al juez Baltasar Garzón, expulsado expeditivamente de la carrera judicial por incordiar al PP con la memoria histórica y con la investigación de Gürtel. No es ácrata, seguro, porque para ser ácrata hay que ser “partidario de la supresión de toda autoridad” (RAE), y el juez Pedraz es, por definición, autoridad. Judicial, autoridad judicial. Puede ordenar una investigación para desarticular un comando terrorista o para detener a una red de traficantes de armas. O para dilucidar si lo ocurrido la semana de las protestas en Madrid constituyeron en algún momento delito contra las instituciones del Estado. La Policía no lo consideró así en un primer momento porque, como todos sabemos, los manifestantes nunca pusieron en riesgo el buen funcionamiento del Congreso de los Diputados. Fue con esa certeza cuando el juez Pedraz envió la causa a los juzgados de la Plaza de Castilla, donde una juez convenientemente sensibilizada sí vio el delito que el Ministerio del Interior quería que se viera, lo que la obligó a renviar las diligencias a la Audiencia Nacional. Fue entonces cuando Pedraz sacó toda su artillería jurídica, y con sus argumentos y los escasos indicios policiales, archivó el asunto tan contundentemente que ha levantado la ira de los que, desde la derechona, querían ver ejemplarmente empurados a los manifestantes. Las paradojas de este país han querido que esa derecha quiera llamar involucionistas a los que defienden unas instituciones más democráticas y participativas.