A Ernesto Suárez lo despidieron el 13 de agosto del año pasado, y para ejecutar la orden de la superioridad le mandaron a un administrador que nada sabe de realización, de edición o de vídeos. “Falta de actitud y de aptitud”, le resumió el mandado para no liarse con identificadores de noticias y otras zarandajas que ni siquiera eran responsabilidad del represaliado. Porque, efectivamente, Suárez era eso, un represaliado que molestaba mucho a Willy García y al establishment de la tele, que tocaba las narices permanentemente en la reunión de escaleta de los informativos, que clamaba cuando veía aquellos descaros en favor de Paulino o los ninguneos a la oposición. Y, encima, escribía en el blog que montaron los trabajadores, lo que añadiría a la vulneración del derecho a la huelga la del derecho a la libertad de expresión. Era el chivo expiatorio más adecuado y no se cortaron un pelo. Siete meses después, la empresa está obligada a readmitirlo y, lo que es peor, a envainarse un despido ejemplarizante que ahora se vuelve en su contra gracias a una sentencia verdaderamente valiente: es el empresario el que tiene la carga de probar que no despidió al trabajador por haber ido a la huelga o por ser incómodo. Y la cosa debió quedar muy clara en el juicio porque la juez ha sido tajante.