Ya se sabe lo que se dice de las buenas formas y las mejores apariencias que ha de guardar el político honrado. No sólo ha de serlo, sino parecerlo, se insiste a veces de manera un tanto maniquea. A ambos lados del adagio se sitúan, por una parte, los que se pasan ese consejo por el arco del triunfo, y les da lo mismo lo que diga la oposición, la prensa, el Papa de Roma o incluso le legalidad vigente. De éstos hemos tenido (y seguimos teniendo) ejemplos a porrillo. Del otro lado, en el terreno de la estupidez, la ñoñería y el terror al qué dirán (y publicarán), nos encontramos con los que consideran que no se debe tomar decisión alguna que pueda crear polémica o la más pequeña crítica o afrenta pública. Creen los del doble condón que no basta con aplicar pulcramente la legalidad, la asepsia y el sentido común, sino que también es necesario alejar de los centros de decisión cualquier tipo de elemento que pueda ser incómodo para los que, de todas maneras, van a ejercer la crítica feroz, injusta y despiadada. Es decir, la de los que ganan por partida doble, tanto por la acción como por la inacción del estúpido de los dos condones. Que encima no disfruta.