Naturaleza desconfinada: el camino hacia otra Canarias más verde
Mientras miles de canarios se encerraban en casa a resguardo del virus y empezaban a ver la vida desde ventanas y balcones, fuera, la naturaleza se tomaba un respiro, dejaba imágenes insólitas y ponía sobre la mesa la necesidad de iniciar la era post COVID pensando en verde.
Canarias tiene cuatro parques nacionales y decenas de espacios protegidos que echaron el candado tras declararse el estado de alarma por la pandemia de la covid-19. La Agencia EFE se ha acercado estos días a algunos de ellos para ver desde la mirilla cómo se comporta la naturaleza sin zapatos que la pisen.
El Teide, como hace 66 años
La fotografía del Teide, en Tenerife, durante el confinamiento es similar a cuando se decidió en 1954 declararlo Parque Nacional: un espacio de solitud, donde la naturaleza crece y vive en soledad.
Se ven halcones, normalmente esquivos, volando por el lugar; pinzones azules moviéndose más allá de su zona de vuelo, los pinares; y bisbitas camineros, pequeños pájaros endémicos de las islas de la Macaronesia al que el confinamiento humano les ha dado confianza para andar a sus anchas por el parque.
El biólogo y responsable de las tareas de conservación del Teide, José Luis Martín Esquivel, asegura a Efe que la ausencia de visitantes durante meses en un parque que suele recibir más de cuatro millones al año “nos ha retrotraído a sus orígenes, cuando no tenía tantas personas transitando por él” y deja una postal en la que “la fauna se ha expandido por todo el parque”.
Cada primavera, los colmeneros suben colmenas con millones de abejas al parque para producir la famosa miel del Teide. La pandemia ha retrasado una actividad que convierte a las abejas comunes en reinas de la zona “desplazando a los insectos nativos, encargados de la polinización”, explica el biólogo.
Este retraso, continúa Martín Esquivel, está permitiendo a los insectos polinizadores realizar “una polinización de la flora extraordinaria y eso va a estimular la producción de más semillas para los próximos años”.
Antes de despedirse, insiste en que en la lucha contra el cambio climático “no tiene trascendencia que el mundo se pare dos meses, pero esto nos permite poner todo en funcionamiento otra vez, de forma respetuosa, es una oportunidad para reiniciar en verde”.
Arruís descarados en Taburiente
La COVID-19 parece haber borrado la timidez de algunos de los animales del Parque Nacional de La Caldera de Taburiente, en La Palma, especialmente al arruí, un muflón del norte de África introducido en los setenta para potenciar la caza mayor y que trae de cabeza a los cuidadores de La Caldera.
Antes se veían muy temprano o al atardecer, pero con el confinamiento han decidido saltarse las franjas horarias y se ven más a menudo a otras horas del día.
El director del parque, Ángel Palomares, reconoce que el confinamiento apenas ha dejado huella en Taburiente, una superficie de 4.690 hectáreas donde la zona que afecta a los turistas no llega a las 30.
Sí preocupa la falta de lluvias. “El parque está muy triste por la sequía, el pinar muy seco”, comenta y lanza un dato que preocupa: “los registros de 30 años dan una media de lluvias de 850 litros al año, pero el año pasado cayeron 114 y desde 2011 las lluvias están por debajo de la media”.
Garajonay para las palomas de laurisilva
Taburiente cede la palabra al Parque Nacional de Garajonay, en La Gomera, allí también preocupa la sequía, aunque alivian la pena respirando “una tranquilidad sonora” sin el ruido de los vehículo que cada día acercaban a más de 2.500 personas a ese enclave.
Su director, Ángel Fernández, explica que lo más llamativo durante este periodo ha sido ver el comportamiento de la fauna, especialmente de aves como el gavilán y las palomas de la laurisilva, la rabiche y la turqué, que han empezado a ocupar zonas recreativas a las que no solían acercarse por el ruido humano.
Fernández considera que el comportamiento de estas aves “demuestra que ocupar los espacios mejor conservados presiona a las especies que se adaptan menos a la presencia humana, de alguna forma les reducimos su espacio”.
Por eso, cree necesario que haya en estos espacios protegidos “zonas amplias sin uso público, de reserva integral, donde las especies menos adaptadas al ser humano puedan vivir con cierta tranquilidad”.
Sin ruido en Las Calmas
Mientras, el Mar de Las Calmas, en El Hierro, espera convertirse en Parque Nacional Marino. La bióloga marina de la Universidad de La Laguna Patricia Arranz sigue adelante allí con un estudio sobre turismo sostenible y cetáceos.
Reconoce que aún no se ha hecho muestreo de cetáceos durante el estado de alarma, pero observa que “a nivel de ruido marino el agua ha estado en mejores condiciones, no circular barcos es un factor muy significativo para mejorar la calidad acústica del hábitat de los cetáceos”.
También, al no haber turistas que demandaran en sus platos pescado fresco, los recursos pesqueros de la zona se han tomado un respiro.
Con Patricia, paseamos por los charcos intermareales del Mar de Las Calmas donde encontramos burgaos, pequeños moluscos que, de forma general, “no abundan en las zonas frecuentadas por turistas”.
Todo esto indica que ha habido un avance de la vida marina en zonas ocupadas por el ser humano. “Estos ejemplos demuestran su huella en estos ecosistemas marinos y nos lleva a pensar que deberíamos considerar los usos que hacemos de la costa”, argumenta.
Doramas vuelve a sonar a selva
Siguiendo el bullicio de los pájaros, llegamos a la Selva de Doramas, en Gran Canaria, el bosque del archipiélago más afectado por la acción humana desde la Conquista hasta la actualidad y que, gracias al programa de reforestación como complemento del proyecto Life de reintroducción de la paloma rabiche, ha recuperado un 5 % de sus masas de monteverde o laurisilva.
Durante el confinamiento, explica el director del Parque Rural de Doramas, Francisco Sosa, la escandalera de pájaros ha sido tal que Los Tilos de Moya “parecía la selva amazónica”, aunque aquí lo que hay es horneros, herrerillos, canarios y mirlos.
También palomas rabiche, después de que se consiguiera reintroducir esta especie, extinta en Gran Canaria desde hace un siglo, en la laurisilva. Hoy sus cuidadores presumen de haber liberado más de 360 y de contar con unas 80 nacidas en libertad.
“Aunque no se puede confirmar, creo que este confinamiento ha permitido el asentamiento, que se formen parejas, una vida más libre, incluso que hayan podido formar nidos”, comenta Sosa.
Durante el Proyecto Life de la rabiche se detectaron tres ejemplares divagantes de paloma turqué, extinguida de Gran Canaria. El director de Doramas plantea que esta tranquilidad puede permitir que, de forma natural, estos pocos ejemplares hayan conseguido establecerse.
La ausencia de transeúntes también ha dado otra alegría a la naturaleza grancanaria, esta vez a las dunas de Maspalomas donde el confinamiento está permitiendo una recuperación de procesos ecológicos en ese hábitat más rápida de lo habitual.
Tras la huella de la hubara
El confinamiento no ha logrado eliminar la huella humana de las dunas de Corralejo, en Fuerteventura, con forma de bloques de hormigón y carteles con nombre de hotel, aunque sí ha borrado los pasos de los turistas que buscan en ellas una foto de recuerdo.
El Parque Natural de Corralejo es uno de los lugares tradicionales de nidificación de la hubara, una subespecie endémica de Canarias sobre la que pesa la etiqueta de peligro de extinción.
El ornitólogo Marcelo Cabrera lleva años siguiendo el comportamiento de esta ave. Asegura que el confinamiento humano ha podido permitir que la hubara críe en sus espacios tradicionales.
La presenta como “muy asustadiza”, por lo que ahora “habrá huido menos” y aclara que la presencia del ser humano en los entornos, sobre todo en época de nidificación, trastorna las estrategias que siguen para evitar la depredación de los pollos.
Según Cabrera, “una vez que el humano se introduce en ellas, las hace llevar movimientos erráticos y pasar por sitios donde la depredación es más intensa” por lo que, tal vez, la ausencia de personas mientras cría ha evitado las tasas de depredación.
Paz, lava, líquenes
De Corralejo parte el barco rumbo a Lanzarote, nos detenemos a fotografiar el silencio que el coronavirus ha dejado en los volcanes del Parque Nacional de Timanfaya. El biólogo Nacho Romero, guía de senderismo, recorre esos campos de lava desde pequeño.
Los echa de menos y espera el momento de volver, seguro de que el confinamiento ha ahorrado al parque contaminación y ruido. “Supongo que los líquenes del parque se verán beneficiados también porque son una especie muy sensible a la contaminación”, explica.
Posiblemente, apunta, sí echen de menos a los visitantes los cuervos, aves que estaban ya “viciadas”, acostumbradas a los trozos de pan de los turistas y que, tal vez, hayan tenido que volar a otras zonas en busca de nuevas golosinas.
En cambio, en la capital de la isla, un chorlitejo ha empezado a nidificar en la punta rocosa de la playa del Reducto, donde antes había bañistas y tumbonas.
Arena donde ya nadie deja su rastro
En Órzola, sale otro ferry hacia La Graciosa. En 2019 recibió aproximadamente 300.000 visitantes, “ante el estado de confinamiento entendimos que era una oportunidad para observar y evaluar el impacto de los visitantes sobre el territorio”, explica el director del Centro Isla de La Graciosa, Aurelio Centellas.
Se trataba de una “oportunidad única” para ver cómo evolucionaban los distintos sistemas naturales, sin visitantes en un área tan reducida como La Graciosa, de unos 25 kilómetros cuadrados.
La observación ha permitido ver cómo la marca de rodera y pisada de los visitantes estaba desapareciendo y también la huella de los ciclistas que transitan por caminos secundarios.
Centellas explica que “se observa una regeneración natural de vegetación en senderos que antes estaban sometidos a pisoteo y compactación del suelo”; en el acceso de playas se ve el brote de abundantes plántulas como el endemismo policarpea o el Polygonum maritimum, vegetación psamófila que permite la fijación de las dunas. Tal vez la lección permita aprender a vivir en verde.
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