Extrañamiento, soledad y catástrofe en la isla

Jonathan Allen

Un atentado terrorista contra una central nuclear del África subsahariana obliga al Gobierno Español a evacuar a la población de las Islas Canarias en una operación sin precedentes y de duración indefinida, trasvasando sus poblaciones a la península. Con este telón de fondo, complejo en esencia, mas, sencillamente orquestado como recurso de futurismo realista, Juan Ramón Tramunt nos conduce a una inquietante reflexión sobre la fragilidad de un territorio, y a una novela de [[

supervivencia robinsoniana. La soledad radical de la isla, guardada únicamente por un destacamento militar que patrulla sus tierras, reduce a los últimos convictos que burlaron la evacuación, y controla los espacios aéreos, es el reflejo simétrico de la soledad de un hombre que ha perdido a su familia y retorna a su pueblo abandonado. A través de un rocambolesco y trágico azar, los órganos de su hija fallecida en accidente y trasplantados al cuerpo de otra joven, le granjean un excepcionalísimo permiso de retorno a la Villa de Agüímes, so pretexto de poder fallecer en su tierra a raíz de una enfermedad terminal. Y, así, este ardid que le permite regresar a la isla presuntamente infectada por la radioactividad, desencadena las dimensiones simbólicas del arte, que subyacen como poética en el entramado novelístico formal. El protagonista, en verdad sano como un roble, vuelve para recomponer su familia, colocando junto a la urna de su hija en el panteísta altar de su jardín, la urna de su esposa que murió atribulada por el dolor de la pérdida y la melancolía del exilio. El protagonista y único narrador, estableciendo un rito cotidiano, configura un diálogo a tres, un triángulo que nutre su soledad y palia la tragedia real de su vida. Este soporte ético y espiritual del diálogo con las mujeres ausentes se ubicará siempre en espacios ajenos a la religión. Cuando el narrador se halla buscando velas en el interior de la iglesia de Agüimes, mantiene un tenso careo con Dios que evidencia una distancia fundamental con respecto a las formas tradicionales de la fe. El suyo, es en gran medida, un universo a expensas del absurdo y del poder oscuro de los gobiernos.

La dialéctica en primera persona domina Anturios en el salón y genera un estilo de diario literario (el medio robinsoniano por antonomasia), sin mayores preocupaciones estéticas. El diario (aunque no escrito como tal) es directo y descarnado cuando revela la angustia y las dudas que asolan al protagonista, y algo más elaborado cuando expresa la interacción del yo con el medioambiente. Vagar y usar las tierras una vez vivas para su pueblo, se torna en un ejercicio de re-descubrimiento imbricado en el flujo simbólico más profundo. Las páginas dedicadas al vacío y a la ausencia tras la gran evacuación son las más poderosas de esta novela. Actúan en dos registros. Uno, propio e inmediato que emana de la situación del narrador en el contexto creado y, otro, como alegoría de la soledad radical que conforma un imaginario ensoñado. (Es esa la manera que el escritor tiene de hacer creíble su retorno-visita al lugar y a la familia una vez desaparecidos éstos). Este dolor y soledad sirven, después, para evocar el mapa de la fragilidad canaria. El peligro que supone la incapacidad (real y actual) de autoabastecerse, el peligro de la venta e instalación de tecnologías nucleares en África (otro escenario posible), y la existencia de un gobierno nacional cuyas grandes decisiones geopolíticas con respecto al Archipiélago no han siempre sido las idóneas. Hay, a lo largo de la novela, una rebeldía política y un rechazo a la autoridad, permanentes, que, no obstante, no trascienden el plano de la ira y el descontento personal. Como si el autor nos dijera, “Yo vivo en la inalterable fatalidad esta realidad”.

Como narración robinsoniana, Anturios en el salón nos brinda hechos y aventuras bien asombrosas. Las más aterradoras la integran las errantes jaurías de perros, antaño mascotas y canes amados, y en la actualidad desolada, manadas que buscan comida desesperadamente. Este encuentro-reencuentro con animales cuyo comportamiento la alterado la supervivencia, tensiona el día a día del narrador. No son los semejantes caníbales que amenazan constantemente al padre e hijo en el mítico film The Road, pero sí, representan ese atávico temor de la prehistoria. Por supuesto, en la isla hay otros seres supervivientes. El emigrante senegalés que tras encarcelar al narrador le permitirá escapar de su exilio voluntario, un pastor huraño y rebelde que morirá en los altos de su pago, y un hijo con una madre enferma que serán “salvados” y apresados por los militares. Los escenarios naturalistas, se trate del silencio de la vieja Villa de Agüimes con sus huertas, el Barranco de Balos, la sombra metafísica del Roque Aguayro, las carreteras desiertas, la fantasmagórica Temisas, o la costa con sus pequeñas salinas y su salvadora pesca, cobran una intensidad agrandada. Son espacios que la estructura simbólica hace hiperreales, y trasunto de una intensa relación con la naturaleza.

El destino salvador, la resolución del conflicto y el nuevo horizonte que hacia el final transforman el sino oscuro de esta obra se hallará en África. Con este último guiño simbólico, Tramunt nos recuerda que más que en miradas y añoranzas eurocéntricas, nuestro futuro real y “asible” probablemente nos aguarda en el continente inmediatamente vecino.

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