La pesca artesanal en San Sebastián de La Gomera
Partamos de los tiempos de la Guerra Civil. Situémonos en el año 1936. En aquellos momentos no existía aún el motor y los pescadores iban a faenar a remo. Es entonces cuando aparece la figura de Paco Vaca, un marino hecho a sí mismo, un personaje inolvidable del pueblo de San Sebastián, mi abuelo. Me siento con mi padre a conversar de aquellos tiempos, de cómo era la pesca, de cómo eran sus recuerdos de infancia en los que él, al tiempo que estudiaba, acompañaba a su padre a faenar y esto es lo que me contó. Valga aquí este pequeño homenaje a su figura y a los modos y usos de la tradición de la pesca artesanal en la Villa.
“Las semanas las pasaba pescando y, diariamente, el pescado que capturaban iban a venderlo a Hermigua o a Vallehermoso. Eran tiempos en los que existía el trueque por papas, batatas o verduras. Cuando regresaban, el último día, el pescado se traía a San Sebastián”, me cuenta. Luego ya vino el motor, y con él los pescadores ya faenaban fuera de la costa y allí encontraron nuevos bancos y dejaban de pescar una semana e iban solo 2 o 3 días. “Poco a poco fue desapareciendo el trueque y las mujeres de la familia, con las capturas, se las echaban a la cabeza y atravesaban el barranco o iban a Hermigua a vender el pescado, aunque habían familias pobres que no podían pagar el pescado, entonces el intercambio de productos volvía a aparecer”, recuerda sentado en un sillón con la memoria de quien echa la mirada atrás a cómo era la vida en La Gomera hace 50 años.
La pesca entonces se hacía en grupos y una de las costumbres era el marcaje (las marcas) de dos o tres puntos en aquellos días en los que las capturas eran buenas. Aprovechando el tiempo de las calmas, se iba al sur a la época de los atunes, que se vendían a las fábricas de La Rajita o La Cantera. “Allí se pasaban 15 o 20 días –recuerda- y luego regresaban a casa y, a veces, se encontraban con algún hijo recién nacido que no conocían y que luego era registrado semanas más tarde de haber nacido, como es mi caso”, me explica. No toda la captura se vendía, algo también se traía para casa.
Sin embargo, la vida era extraordinariamente dura. Si se tenían terrenos para cultivar, la familia podía escapar más o menos. Para un pescador, si no habían capturas o si no se salía a faenar, no se comía, no había qué llevarse a la boca y había que recurrir a lo poco que los vecinos podían compartir. “Fueron tiempos de hambre y de miseria, tiempos duros y de penurias”, recuerda con pesar.
También estaba la época del chicharro o de la caballa. El barco salía por la tarde hacia La Rajita o La Cantera, donde un barco grande tenía una gran red y los pescadores le ayudaban a cambio de recibir parte de las capturas. Prácticamente esa era la vida de un pescador.
En cuanto al proceso, a los útiles de pesca, para los calamares se empleaban poteras que se fabricaban con plomo y alfileres. Para la pesca de fondo, a más de 100 metros de profundidad, se utilizaba alambre fino. El nylon se utilizaba poco, sobre todo para la pesca de poco fondo. Para la costa, para capturar viejas o fulas blancas, se usaba la pandorga.
“Era muy bonito ver el chinchorro, unas redes que se usaban en las playas. Se arrastraba el pescado y allí estaban las sardinas de tierra, que se cogían así”, recuerda.
Si el tiempo estaba bueno, la gente salía a “calamarear” por fuera del Cabrito o La Guancha, le decían “la costa del sol”, señala. Cuando los marinos iban al médico llevaban consigo botellas llenas de lapas o burgados. Cuando cogían algún pescado diferente, exquisito, como un pámpano fino o una brota, siempre se le vendía a los peninsulares que vivían en la Villa, raramente se lo llevaban para sus casas. “Eran los únicos que podían pagarlo bien”, me dice.
A veces, durante la semana, si el tiempo estaba bueno, si iban a pescar todos los días, llegaba el momento del reparto, donde se le daba a cada persona una parte y al barco otra. Se restaba la parte de los gastos y el resto se repartía. Se dejaba un pequeño remanente que normalmente era para comprar vino para celebrar la pesca y se acompañaba con una morena “jareada” o caballas que dejaban de las capturas.
De su padre, de mi abuelo, recuerda que una vez apareció en San Sebastián con un pez aguja que tendría en torno a 150 o 200 kilos. Estando en alta mar, vio una pelea entre dos ejemplares, y al que quedó moribundo, lo ató al barco y lo arrastró a la costa. Una anécdota que no olvida se produjo cuando su padre tenía 65 o 70 años. “Entonces –recuerda- cuando pescaba el motor encendido y una vez se le quedó parado por Hermigua. Él solo cogió los remos y comenzó a remar hacia San Sebastián. Como estaba tardando, salieron a buscarlo y, cuando varios compañeros iban por La Cueva, allí lo vieron asomar por la punta de San Cristóbal; era un hombre extraordinario”.