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César Manrique o la metáfora de un visionario

Pablo Jerez Sabater

Si en aquel fatídico 25 de septiembre de 1992 no nos hubiera dejado, hoy César Manrique estaría a punto de cumplir cien años. Estaría seguramente en su casa de Haría centrado en su taller. Probablemente seguiría experimentando con las texturas y, quién sabe, quizá inventando algún nuevo lenguaje pictórico con el que sorprender en las diversas exposiciones en las que participaría. Pero si algo está claro es que seguiría mirando el paisaje muy por encima de nosotros, en una dimensión a la que nunca llegaremos.

Manrique supo dotar a una isla de sentido. Supo mirar al turismo no sólo como una fuente de ingresos, sino como un símbolo de progreso. Supo ver en un vertedero un monumento a la intervención humana en el paisaje. Fue un auténtico visionario que contó, además, con la complicidad de un político de la altura del recordado Pepín Ramírez. Hoy, huérfanos de Manriques y Ramírez, el paisaje canario –envenado por la(s) duda(s) de la nueva Ley del Suelo- sigue añorando a un artista de su talla que sepa ver en la tierra que pisamos una esperanza para un futuro donde los hoteles no campen a sus anchas y donde el arte y la estética convivan en simbiosis con la naturaleza canaria.

Nacido en Arrecife en 1919, Manrique vino al mundo para ser artista. Ya fuera en una capital de lento despegue y olor a puerto atrasado, bien en la libertad y arena de la solitaria costa de Famara. Ahí se hizo el pintor que viajó a Madrid para deslumbrar con su nueva visión artística a la todavía gris capital de España. Y de ahí a Nueva York, a la fama y al regreso a la tierra añorada para investigar en su paisaje, para ahondar en una tierra que fue caldo de sequía y se convirtió, bajo su mano, en pétalos blancos diseminados entre volcanes.

De la obra Manriqueña no podemos separar su alma de artista de la esencia del paisaje. Jameos del Agua, Mirador del Río o el Jardín de Cactus forman parte de una geografía esencial de Lanzarote. Aquella que ya había prefigurado Espinosa en su Lancelot y escrita posteriormente por Saramago en su exilio literario. Manrique es una isla dentro de una isla y su obra sigue generando miradas y escritos. Pero también voces que comienzan a disentir.

Millones de turistas llegan cada año a Lanzarote atraídos por el sol, las playas y un paisaje único en el mundo. Pero también por la obra de Manrique. Sin embargo, aquella visión utópica del artista y el progreso de la isla se ve envuelta en unas cifras de visitantes insostenibles para un territorio donde se cuentan por miles las camas turísticas y los coches de alquiler. En la isla del viento reina una tormenta que se aleja, cada vez más, de las enseñanzas de Manrique.

El próximo año será su centenario y serán decenas los actos que recordarán al genial artista conejero. Su obra permanece. Sus ideas cada vez menos. Esperemos que vuelvan para recuperar el sentido de una tierra que llora con cada ladrillo enterrado.

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