Las brechas digitales
Una brecha es una franja, un pozo, una raya más en el infinito. Lo sé y no me quejo por ello. Tampoco me quejo porque haya infinitas brechas en nuestra vida actual; tantas y tan difíciles de clasificar que no es el momento ni yo entraría en acometer semejante dislate; sólo baste decir que brechas hay muchas. Para mí las más fáciles de detectar son las puramente físicas, esas que se abren en la cabeza cuando te lanzas como una loca escaleras abajo o resbalas en una calle mojada y mal empedrada; las sociales, que se abren entre las distintas clases que conforman el arco humano en el que te ha tocado vivir y los sociólogos acostumbran descubrir, enumerar y poner sobre la mesa como, por ejemplo, el bienestar de unas frente a otras menos favorecidas; las salariales, cuando los empresarios discuten y determinan sueldos para unas y otras sin contar con los trabajadores y sus sexos o condiciones vitales; cuando se eligen cargos, direcciones y gestiones varias y se discrimina a según qué razas o sexos para ocuparlas, etc., etc. Todo queda medido y resuelto según convenga en ese momento a la minoría que dirige y gobierna el planeta. Son brechas económicas, sociales, culturales y, sobre todo, brechas morales.
Entre todas esas brechas abiertas en este extraño y complejo mundo nuestro está la más oscura, la más profunda, la más difícil de saltar en estos momentos; la que se ha abierto de forma sigilosa y sin que pudiéramos darnos cuenta: la brecha de los medios digitales. Esa que nos aleja de un determinado sector social, de las empresas, del consumo, de los transportes, de la educación, de los jóvenes y sus preocupaciones, de la vida en común. Internet, redes sociales, páginas webs, herramientas de comunicación y de información preparadas, según los internautas y los entendidos en medios audiovisuales, para facilitar la comunicación, para tenernos más cerca los unos a los otros, para citarnos, contarnos, vernos, grabarnos, controlarnos… Y todo ello sin entrar en monedas pequeñas como Instagram o Facebook, Twitter y otras formas de comunicación que ignoro o no quiero saber ni aprender, y que poco o nada importan a ese tercio de población que no tiene acceso a los medios digitales o bien porque no pueden o bien porque no quieren o no lo necesitaban para seguir vivos al menos hasta la fecha. Porque ahora parece que es obligatorio aprender todo eso para poder cobrar, pagar y comer en un planeta transformado a medida de aquellos que manejan ese ciberespacio donde sólo entran los bienaventurados que tienen un móvil, un ordenador o un reloj super informatizado.
¿Cómo cobra un anciano su pensión? ¿Cómo saca la viejita su dinero de un cajero incomprensible? ¿Cómo consigue renovar su carné digital si le dan un código que debe introducir en una página que a su vez necesita recordar el código que le han enviado a su correo que a su vez… ¿Cómo sobrevivir ante tanta falta de humanidad? ¿Cómo no morirse de asco ante tanta falta de generosidad y de empatía? Yo siento esas brechas como si fueran marcas en el suelo; líneas rojas donde están escritas las palabras de siempre: “no pasar”. Porque las brechas son como barrancos infranqueables en apariencia que te hacen desistir a priori de emprender la subida, la bajada y luego la subida, y, desolada, te sientas en la piedra o en el banco o en la silla de tu tatarabuela que se murió la pobre sin saber lo que era una brecha, y miras al fondo y recuerdas y dices algo así como “eso yo lo hacía de un salto” o “si me hubieras visto con cincuenta años menos…”. Las brechas se abren a nuestro paso como pequeños precipicios que te dan vértigo al mirarlos y a veces cierras los ojos y caminas por ellos, pero vas todo el rato pensando: “¿Y para qué esta estupidez…? ¿Qué necesidad tengo yo…?”. Las brechas digitales impiden, determinan, crean fantasmas poderosos, te arruinan el alma. Las brechas se abren ante uno como si fueran tiburones rondando tu cuerpo ya frío en las profundidades. Uno lo intenta. ¡Claro que lo intenta! Y te crees muy digna y apreciable cuando consigues hacer un selfi o enviar un wasap o escribir en Word y pasarlo a PDF. Te crees invencible. Pero entonces vas al banco o a la clínica o a comprar un billete de avión y te ponen un número y te avisan por megafonía que ha llegado tu turno y te entra el pánico. Y te acercas al amable y eficiente caballero que te atiende siempre con cariño y no te salen las palabras y no sabes bien lo que quieres o con qué términos designar lo que quieres que no es otra cosa que pagar el recibo de la luz de toda la vida pero que ahora tiene otro nombre y tienes que rellenar un papel y pedir tu firma que ya no es tu firma sino una serie de letras y de números sin los cuales no eres nadie; y ya no te llamas fulanita, residente en el norte, en La Mata, cerca de Llano Negro, que ahora resulta que no eres tú la de siempre; que tu nombre es el de la partida de nacimiento porque ahora parece que te llamas dos nombres más y no lo sabías y para que te den el bono de la guagua tienes que ponerlo todo incluida tu firma y esos números que eres tú digitalizada para siempre y al borde de una brecha.
Y lo peor es cuando vuelves a casa agotada de hacer colas y pedir citas y volver a la cola de algo y te cansas y tienes ganas de llorar y solo quieres sentarte en tu banco de tea y ponerte a bordar o a mirar las cabritas que pasan de un lado a otro del cantero y te sientas, por fin, y respiras un segundo, te bebes tu agüita de toronjil y respiras aliviada. Y, entonces, en ese instante de sosiego, llega tu nieto, el más pequeño, el de cinco años, el que siempre te procura algún consuelo, y llega te dice: “abuela ¿me prestas tu teléfono? (porque tú tienes tu teléfono por si te mareas o te pierdes o quieres llamar un taxi o recibir llamadas de tus otros nietos que andan por esos mundos de Dios y tienes ganas de quererlos), y le das tu teléfono y el niño te mira, parpadea, y con una sonrisa de lado a lado te acaricia el pelo y te dice: ”abuelita, ¿me das tu PIN?“.
Elsa López
18 de febrero de 2022
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