Los niños tristes

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Marcelo, mi nieto de seis años se acercó y me dijo: “Abuela, levántate porque así no puedo abrazarte entera”. Sólo eso dijo. Y en ese momento lo supe: sería un niño triste. Demasiado sensible, demasiado sujeto a los afectos, demasiado compasivo. Quizá. Y entonces me fijé en sus ojos tan abiertos, tan llenos de luz, tan sorprendidos. Y vi a otros niños como él que son expulsados del calor que les es familiar para caer en otros brazos que se aprovechan de su ternura, que explotan su tristeza, que compran y venden la niñez que representan.

Me conmueven los niños, sus historias, sus actos, su lenguaje recién estrenado. Me resultan perturbadoras las imágenes donde aparecen abrazando a su abuelo, una gallina, unos pies… Me hace latir el pulso contemplar sus barrigas redondas y brillantes, sus cabezas enormes, sus ojos dilatados cuando repaso las imágenes de algún continente maltratado en sus cuerpos; cuando reviso las fotografías de mi infancia y allí los vuelvo a ver con sus barrigas negras hinchadas por el hambre y las lombrices; cuando recorro pasajes de nuestra historia reciente y veo sus cuerpecillos tirados en una carretera y un buitre esperando para arrojarse sobre el manjar; cuando los veo acercarse con un cuenco en las manos esperando un puñado de leche en polvo, un vaso de agua o un muñeco de trapo que les envían los niños tristes de otros planetas.

Y si recorro los mapas que aún cuelgan de mis libros los veo arrastrarse por las calles de la India suplicando unos zapatos o un puñado de arroz; los veo en esa China poblada de luces y rascacielos imposibles obligados a leer y a escribir, a tocar el piano o a desfilar con fusiles de juguete; los veo en Ucrania correr hacia los autobuses, los trenes y las largas caravanas de madres que los arrastran en su huida de guerras y bombardeos; los veo en Nueva York ocultos por el vapor de las alcantarillas mirando con desconsuelo las flamantes zapatillas de unos anuncios desvergonzados o, en fin, los veo en las zonas superpobladas de ciudades argentinas, colombianas, brasileñas, nicaragüenses, etc., etc., etc., desnudos, descalzos, sonriendo todavía y a pesar de todo.

Hay un mundo especial a nuestro lado que las prisas, los afanes y las ganas de mirarnos el ombligo nos impide ver. Es el mundo infantil y en él hay de todo: susurros, miedos, abrazos, lágrimas, faltas de destreza, una inocencia aterradora y una rara desconfianza a las voces y los gestos de los adultos cuando presienten los peligros del entorno. Yo sigo sus rastros como un viejo policía de película antigua que se debate entre la ira, la violencia, y un cierto baño de ternura que nos impide odiar al personaje y que, incluso, deseamos abrazar cuando se carga al pedófilo de turno, al violador en serie que tiene aterrorizada la comarca o a los padres que maltratan sin piedad a sus hijos. No sé si es esa tendencia mía a la investigación la que me impulsa a ver todo eso de forma tan descarnada o es la misma sociedad la que está empeñada en mostrarnos su lado más sucio para descargarse de culpas y remordimientos, pero últimamente proliferan esas noticias en las que encontramos secuestros y tráfico de menores para satisfacer la sexualidad de tipos repulsivos, asesinatos violentos de criaturas indefensas y una serie de historias que nos muestran el lado más depravado y cruel de los seres humanos.

Lo único que tengo claro es que hay muchos niños tristes. Más de los habituales, o quizá es que ahora los miro con más atención o que, quizá, los miro simplemente. Me duelen. Me hacen daño cuando descubro algún rostro con esa huella, esa mirada indescifrable que aparece en sus ojos cuando creen que nadie los ve. Es como una nube gris que empaña su brillo, que los vuelve opacos y en los que puedes leer el miedo o el desamparo. Me rompo por dentro cuando los veo solos en un restaurante mirando los móviles como si pudieran encontrar en ellos lo que los adultos no sabemos o no queremos darles. Veo la falta de afecto, las pocas ganas de hablar o jugar con ellos, el poco interés por sus cosas. Miro a esos padres con deseos de arrancarlos de sus sillas y gritarles que los miren, que les hablen, que no les griten más, que los escuchen y atiendan, que todo no es comprar juguetes o regalarles lo que piden. Que el amor es otra cosa más frágil, menos llamativa, más real.

Miro a Papá Noel con cierta aversión probablemente derivada de sus lujos, sus brillos, sus arbolitos enramados, sus chimeneas fluorescentes y ellos deslizándose por ellas tan americanizados, tan utilizados mundialmente, tan exportadores de lujos, caramelos y sombreritos pintados de rojo. Incluso en estas fechas miro a Melchor, Gaspar y Baltasar con cierto recelo y pienso si andan detrás del pequeño del pesebre para comprarlo y venderlo luego en un mercadillo de oriente o son buena gente dispuesta a regalarnos juguetes que hagan crecer en nosotros las mejores ilusiones. En cualquier caso, sigo creyendo en ellos por llevar la contraria a las grandes marcas, supermercados y tiendas creadoras de niños desamparados que dependen de un incierto personaje que hace atravesar el mundo a unos pobres renos a galope tendido y se complace en adornar ciudades, calles, pisos y tiendas con bombillas y lucecitas a cuál más hortera que iluminan y enriquecen exclusivamente a las empresas eléctricas.

O a lo mejor lo hago para superar la creencia cada día más arraigada en mí de que somos peor que algunas bestias y ellos, mis queridos Reyes Magos, todavía son capaces de recorrer enormes desiertos de arena y atravesar países diferentes donde hay costumbres distintas y se hablan diversas lenguas hasta conseguir llegar en una sola noche al humilde portal de una casa donde duerme una niña que sigue estando triste.

Elsa López

1 de enero de 2023

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