La Villa de Mazo
Hubo un tiempo en que Mazo era para mí algo más que una palabra, más que un punto en el mapa de una isla perdida en el océano. Mazo era un camino cubierto de hinojo, una casa pequeña desdibujada en mi memoria, mis tíos, los dos maestros, él, represaliado, como en el exilio dentro de su propia isla; ella, intentando cubrir mi ausencia de madre. Mazo era mi primo y la escuela al final del hinojo. Mazo eran aquellos días deshojando las flores de colores y colocándolas en las cestas de mimbre extendidas por el suelo de una calle empedrada. Y era el frío y la adolescencia, la fiesta, los arcos bajo el cielo, las procesiones y el paso solemne del Cuerpo de Cristo bajo el tañer de las campanas de la iglesia al final de esa calle.
Pero eso fue hace mucho. Luego vino el Mazo de las excursiones para ver las alfombras como algo mágico, irrepetible. Y luego vino otro tiempo: los paseos con los amigos repartiéndonos el dolor y las pérdidas. Y un día, no muy lejano, Mazo pasó a convertirse en algo más que excursiones y fiestas de guardar. Mazo era una nueva visión del mundo; Mazo era un referente cultural con amigos y cenas donde se hablaba de política, de literatura, de los cambios, de la vida por llegar. Luego hubo otras muertes y fuimos envejeciendo, pero Mazo seguía allí sugiriendo belleza y alegría con sus calles empedradas, las fiestas del Corpus, el mercadillo, La Casa Roja, el olor a hinojo…
Y, de pronto, me llegan las malas noticias, el derrumbamiento y la decepción como un golpe en la nuca que te hace dejar de ver un espejismo y recobrar la conciencia del fracaso. Otro más. La foto es una calle, la de entonces, la de toda la vida, empinada, de piedra, descendiendo hasta la iglesia. En la foto se ve una acera de cemento que cubre la mitad del histórico empedrado. El resto de la calle es un amasijo de no se sabe qué. Y, entonces, me despierto y comprendo el final: es de nuevo la destrucción y el imperio del cemento; la ambición y los intereses de unos pocos destruyendo la memoria histórica de todo un pueblo para lucrarse con su desmoronamiento en nombre de un mal llamado progreso.
Y, así, sepultamos el pasado, lo borramos por considerarlo innecesario según rezan los códigos de la ignorancia; así se levantan ciudades y autopistas; así se destrozan los patrimonios; así se enriquecen los depredadores. Es lo más fácil: tapar con cemento la historia, la cultura y la memoria para que no caigamos en la melancolía y permitamos cualquier agresión al pasado que nos define. Así nos olvidamos de lo que fuimos y así, poco a poco, borramos nuestras huellas, el nombre de las cosas, las costumbres y la identidad de nuestros pueblos. Después será más fácil manejarnos, conducirnos, borrarnos de la historia. Y entonces, ellos, hipócritas y fariseos, levantarán museos y los llenaran de fotografías donde podamos ver aquellas calles empedradas, los arcos, las mujeres sentadas en pequeñas banquetas de tea llenando de flores las cestas que urdieron nuestros padres con el mimbre de los montes. Se ríen las mujeres en las fotos. Los niños alrededor y los viejos en la plaza mirando el mundo que se aleja. Y vendrán los alcaldes y concejales a la inauguración de esa gran mentira y luego se irán tan tranquilos pisando fuerte las nuevas aceras de cemento y esas nuevas calles empedradas con piedras falsas compradas a especuladores y mercaderes que han engañado durante siglos a nuestros padres y a los padres de nuestros padres con la promesa de un mundo mejor, más cómodo y más feliz.
¿Qué sentirán esos emigrantes a su regreso cuando ya no encuentren los recuerdos de su infancia? ¿Qué sentiremos nosotros, derrotados una vez más, cuando ya no volvamos a pisar los caminos de basalto que construyeron nuestros abuelos y que formaban parte de nuestro patrimonio, cuando ya no podamos volver al olor del hinojo ni al frío ni a la tibia luz del pasado? No lo sé. Lo único que sé es que, a pesar de esa rara melancolía, aún nos quedarán fuerzas para un último grito de rabia y de tristeza.
Elsa López, 30 de julio 2021
0