Así sobrevivo al volcán: “No voy a pedir la baja para quedarme encerrada y ver cómo otra familia lo pierde todo”

Tere, Maite, María, Goretty y Fátima, grupo de amigas de Todoque, La Palma

Toni Ferrera

Los Llanos de Aridane —

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El bar Campo Amor, en Los Llanos de Aridane, solía ser el punto de encuentro de un grupo de amigas de Todoque, autodenominado Comisión de fiestas, cada vez que iba a haber juerga luego. Empezaron a reunirse por una murga infantil hace más de 20 años, después entraron en la asociación de vecinos del barrio y ahora, varias de ellas, están dentro de la Plataforma de Afectados por el volcán de La Palma. Antes de la erupción, se reunían mínimo una vez por semana. Recién llegadas al local, comienzan a hacer cábalas sobre cuáles han sido los daños de las coladas de lava este sábado. “Ha habido un desbordamiento por las norias”, dice Fátima. “Yo no he visto nada”, añade María. “Mira, no me digas qué colada es ya porque me pierdo”, concluye esta última. Todas han perdido su casa. Todas han perdido su forma de vida.

Sobre La Palma pesa mucho el dolor de lo que se ha ido. Tanto, que quienes se han quedado con las manos vacías viven en medio de un estado de sonambulismo y con miedo al futuro. La mayoría no está aterrada por cuántas casas y hectáreas y fincas seguirá llevándose por delante la materia oscura que emanan las incontables bocas del volcán de Cumbre Vieja, sino por el momento en que los pies se posen sobre el malpaís y el horizonte, en vez de mostrar la iglesia de la localidad, sea una fina línea de rocas, hoy muy calientes, mañana un poco menos.

El 19 de septiembre de 2021, Goretty estuvo durante la mañana “más allá de Tacande” y, cuando se dio cuenta del operativo de seguridad que se había montado ahí, envió mensaje de audio por su grupo de amigas (Comisión de fiestas). “Chicas, ahora sí. Vengo de sacar la furgoneta para traerla para aquí abajo y ya eso está lleno de guardias civiles, de municipales. Las Manchas, donde se cayó María, hay una fiesta de gente. O sea que sí, ya esto va a…”. Y el audio se corta.

Goretty, Fátima, Tere, Maite y María (falta Rosana, aunque esta “hermana de corazón” reside en Gran Canaria). Han pasado de tener casas con jardín a vivir en pequeños pisos con una sola habitación o unos pocos metros cuadrados. Cada una de ellas trata convivir, si es que eso se puede, con el “monstruo” que les ha robado su hogar acechando desde la ventana. “Yo estuve tres días sin trabajar, pero no te ayuda psicológicamente contemplar a ”ese señor“ día a día. Desde que salió hasta que llegó al mar nos ha dejado a mí y a mis hijos sin nada. No me puedo permitir coger una baja para estar encerrada, tapada con una manta y esperando a ver qué más se sigue llevando”, lamenta con resignación Maite.

Cada caso es particular. Fátima apenas para en su nueva vivienda. Desde las 07:00 coge el coche para ir al trabajo y no vuelve hasta que se hace de noche. Y cuando regresa, abre el portátil y se queda despierta hasta las tantas “molestando” a su hija, que duerme en el salón. Solo tienen un dormitorio en un domicilio donde viven cuatro personas. “El día a día es complicado. Es difícil no hablar de lo que tenemos delante de nuestros ojos. Está ahí y no lo podemos obviar”, señala.

Fátima es administrativa en una empresa de empaquetado de plátanos. Asegura que estar casi toda la jornada fuera la ayuda a despejar la mente, cansada de enumerar todo lo que se encuentra sepultado bajo un mar de piedras. “Las dos primeras semanas estuve teletrabajando. Me decían, ‘Fátima, relájate’, pero yo decía que no, que tengo que hacer algo porque no puedo estar entre cuatro paredes pensando en el volcán y lo que me hizo”.

Igual que ella piensa Maite. “Te adaptas a lo que tienes. Yo soy limpiadora en el Hospital General de La Palma. Como tengo la opción de cambiar el turno, por la mañana me dedico a arreglar los papeles, la documentación que te piden los notarios, Gesplan… Y por la tarde voy a trabajar. Llego a las 22:00, me ducho y a dormir”. Así dos meses desde que se abrió la tierra en la montaña de Cabeza de Vaca.

En La Palma, se entremezcla el estoicismo endémico de sus habitantes con la resiliencia amplificada tras la erupción. Sin embargo, no todos entienden ya qué significa ese concepto de superación. “Esto no es un duelo. Yo no estaba preparada para esto. No me apetece ir a ningún sitio”, suplica María. Tampoco si es buena idea alardear de ello. Porque se recuerdan a sí mismos, aunque no quieran, que se levantarán solos cuando el foco deje de estar sobre la isla. Y pese a que aún no se han despedido como deberían (y quizá no lo hagan nunca) de sus casas, huertas, fincas, plataneros, aguacateros, viñas, costumbres, tradiciones y más cosas, no quieren que la desolación continuada “se convierta en callo”. En resumen: caminan hacia el futuro, sin saber lo que este les deparará, con un cuerpo cargado de moratones.

“Sí, un día estás baja de ánimos, pero no me puedo permitir seguir así. Eso no significa que vaya a buscar la parte positiva. A mí me da mucho coraje la frase hecha: saldremos mejores. O: es que somos como el pino canario. Mira, vivo en Tazacorte, ¿has visto algún pino por aquí? El volcán ha sido más fuerte que nosotros”, apunta Goretty, a quien la cabeza no le ha parado de maquinar desde que estalló la crisis. “No estoy trabajando, pero por mi carácter y mi forma de ser pues… Siempre encuentro algo que hacer. Estoy muy implicada en la plataforma de afectados, por ejemplo”. “Por nuestra forma de ser”, agrega Fátima, “hemos llorado de otra manera”, haciendo referencia al menester de buscar distracción para no darle vueltas a lo que les ha tocado pasar. “Nuestro espíritu es de lucha constante”.

Tere confiesa que ya no llora ni siente, “por lo menos en la parte económica”. El principal cambio en su vida lo protagoniza su madre, de más de 90 años, que antes de que explotara el volcán vivía sola y contaba con un mobiliario adaptado a sus necesidades. “Ella iba a su cuarto y tenía su barrita para agarrarse, iba al baño sola… Ahora no. Está en una casa que desconoce, tiene miedo a caerse… Eso me está trabando un poco”.

Tere se turna con su marido para poder salir de casa. No puede dejar a su madre sola. Está muy preocupada por ella, que pregunta diariamente por las casas con la esperanza de recuperar algo de lo perdido. “Yo no podría tener un piso como el del Maite, por ejemplo, un cuarto sin ascensor. Y mi madre tampoco tiene la mentalidad de irse a una residencia. Y yo no quiero separarme de ella. Me niego que una persona de 92 años que no puede defenderse sola termine en una residencia por un volcán. Me niego”.

Dos meses después del estallido del volcán, las lágrimas les salen cuando menos se lo esperan. Goretty admite que es fan de la Navidad. “Muy fan”, destaca. “En mi casa había más luces que en cualquier chino”. Hace unos días, lloró tras pasar por delante de una tienda y ver todos los ejemplares de adornos navideños que dejó en su casa que ya no existe. “Tuve que elegir entre lo que podría ser útil y lo que quería mi corazón, que me decía que cogiera mi árbol de dos metros”. A Tere, por otro lado, se le humedecieron los ojos paseando a su perro. “Los momentos en los que me despejo son esos paseos. El otro día me dio el aire en la cara y pfff… Me eché a llorar yo sola”. 

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