“Mi lucha merece la pena, en el camino han quedado compañeros muertos”
Ha vivido los últimos años de su existencia en vilo, con el miedo y la inquietud en el cuerpo, escondiéndose y huyendo desesperadamente de un lugar a otro para evitar que la asesinaran. Cruz Elisa Buitrago (Argelia, Antioquia, Colombia, 1961) ha sido líder durante 15 años en la comunidad de la vereda El Porvenir, en el municipio de Viboral, en el departamento colombiano de Antioquia, y está amenazada de muerte por haber denunciado la complicidad de miembros del Ejército Nacional de Colombia en acciones ilícitas, ejecuciones extrajudiciales y comercio de material bélico. Desde el pasado 18 de septiembre, esta mujer afable que nunca pierde la sonrisa, a pesar de las traumáticas experiencias que le ha tocado vivir, respira tranquilidad. Ha logrado abandonar su país, dejar atrás una tormentosa pesadilla e instalarse en Valencia junto a su marido y sus tres hijos gracias al programa de Protección de Defensores de Derechos Humanos de la Sección Española de Amnistía Internacional (AI).
Elisa Buitrago se encuentra en La Palma invitada por el grupo local de Amnistía Internacional y está impartiendo conferencias en distintos centros de Enseñanza Secundaria de la Isla en las que da a conocer la problemática de los desplazamientos forzosos de población en Colombia. Este jueves, a las 19.30 horas, participa en una charla-coloquio en la Casa Salazar de Santa Cruz de La Palma.
Por denunciar acciones ilícitas de miembros del Ejército Nacional y defender de la especulación las tierras en las que han vivido ella y sus antepasados, se ha convertido en blanco de grupos que torturan y asesinan a quienes alzan la voz contra sus atropellos. Pero Elisa no se rinde. “Esta lucha merece la pena por muchas razones, y la primera de ella es porque en el camino han quedado muchos compañeros muertos, y negarnos a esta lucha sería negar sus vidas; además, nosotros somos responsables de entregarles un mundo mejor a nuestros hijos”, ha manifestado a LA PALMA AHORA embargada por la emoción. El origen de la dramática situación que padecen estas comunidades colombianas está en la tierra. “Hay minería, estamos sobre la cordillera central, que tiene todos los metales que usted quiera, oro, plata?; además, nos encontramos en las cuencas de unos ríos importantes, donde aguas abajo hay macroproyectos de hidroeléctricas y en las mejores cotas del río se proyectan microcentrales”, explica. “Nosotros queremos permanecer en nuestros territorios y que sigan siendo útiles, porque tras una inundación quedan arrasados, y también defendemos los ecosistemas porque con los proyectos previstos no nos van a permitir subsistir como ahora”, resalta.
Sin garantías de protección
En Colombia, sostiene Elisa Buitrago, “no podemos confiar en los funcionarios públicos, porque, aunque no es bueno generalizar, algunos de ellos fueron los primeros en restarle importancia a las denuncias que estamos haciendo y en vincularnos con acciones delictivas”. La protección a los defensores de los derechos humanos no está garantizada. “Yo no soy la única que he tenido que salir del país, antes lo han hecho otros, y muchos compañeros, valerosamente, se quedan; también los hay que ni siquiera tienen los mecanismos para acceder a una protección como la que nos están brindando a nosotros”, asegura. “Allí no hay garantías y los defensores sufren vulneración de sus derechos a ojos de todas las estructuras políticas y legales, y nadie hace nada”, se lamenta. Con el Gobierno del presidente Santos, la situación “ha cambiado un poco, ahora las actitudes son más diplomáticas” pero “no se ha cambiado el poder, sino la forma de ejercer ese poder”, precisa.
Su actividad como líder comunitaria y defensora de los derechos humanos en su región, le ha acarreado muchos problemas. Desde hace años sufre continuas amenazas, pero en 2010 se intensificaron, con llamadas a su teléfono personal, tras la denuncia que presentó contra miembros del Ejército a las organizaciones de derechos humanos y a Procuraduría y a la Fiscalía. En 2011 asesinaron al vicepresidente de su comunidad y a cuatro personas más: un campesino, su esposa, su hija (que también fue violada) y un trabajador. “A mi compañero lo mataron de forma cruel, fue secuestrado por cinco encapuchados y asesinado en la finca donde fabricaban las minas que habíamos denunciado; el cadáver estuvo allí durante cuatro días porque nadie quería asumir la responsabilidad de recogerlo”, señala. A partir de estos hechos, Elisa sufrió varios intentos de asesinato y tomó conciencia de que su vida corría serio peligro, por lo que se vio obligada a cambiar varias veces de residencia y a acogerse, finalmente, al programa de protección del Estado. “Este sistema de protección es bien duro, y me salud se vio afectada”, reconoce.
Pero a pesar de estar bajo protección del Estado, las amenazas no cesaron. “El pasado mes de agosto ya los vecinos me dijeron que estaban ofreciendo plata al que diera información sobre mi paradero, y entonces decidimos salir del país porque el Gobierno trató de reubicarme en departamentos diferentes, pero nadie quería asumir esa responsabilidad porque decían que mis victimarios estaban presentes en todo el territorio”, recuerda.
Amenazas a sus hijas
Sin embargo, lo que hizo que dejara definitivamente Colombia fueron las amenazas a sus hijas, de 16 y 17 años, que hasta entonces habían quedado al margen de las acciones criminales emprendidas contra su madre. “Me dijeron que les harían cosas horribles y tuve que desistir, no podía quedarme allí”, asegura. El núcleo familiar de Elisa ha sido su principal apoyo en la pesadilla que ha vivido en los últimos años. “Resistí durante mucho tiempo, y eso se lo tengo que agradecer a mi esposo y a mis hijos, que no me abandonaron nunca”, afirma. Pero por ese respaldo incondicional han tenido que pagar un alto precio: renunciar a la educación reglada durante el tiempo que han acompañado a su madre de un lugar a otro en busca de seguridad. “Mis hijos han estado desescolarizados; ahora, el pequeño, de 10 años, ha empezado el curso en Valencia, pero estamos buscando una fórmula para escolarizar a las niñas, porque no alcanzan el nivel y por su edad, tampoco pueden asistir a la educación de adultos”, señala con preocupación.
La llegada a España para Elisa y su familia ha sido “una tabla de salvación, respiramos tranquilidad, y nos ha fortalecido el amor que nos han brindado los miembros de Amnistía Internacional”, apunta. Pero el futuro es incierto. “Estamos en el limbo, porque en el país no ha habido un cambio de poder, sino de forma de ejercer ese poder, y aunque hay una voluntad política por solucionar el conflicto, sabemos que es a muy largo plazo, pero tengo esperanza porque en Colombia hay gente con tesón, gente que lucha, que expone su vida y que está tratando de romper los esquemas de estas políticas”, destaca. “Volver a Colombia es mi deseo y también el de mi esposo y mis hijos, pero tiene que ser a largo plazo, porque mientras esas estructuras estén tan fortalecidas como lo están en estos momentos, no podemos regresar”, admite. “La salida del país fue traumática, pese a que desde el 2010 venía soportando fuertes amenazas y no habíamos tenido tranquilidad, pero uno se siente desarraigado, aunque Amnistía Internacional ha alquilado en Valencia un huerto para mi esposo, y él ya está arañando la tierra, ya está sembrando, y yo disfruto viéndole en ese estado de felicidad”, suspira Elisa, una mujer luchadora y comprometida con los derechos humanos, con su tierra y, sobre todo, con sus compañeros asesinados.