Miguel Hernández Ventura, el bienaventurado
Sé que don Miguel Hernández Ventura acaba de entrar en la casa de los justos. O no. Tal vez se haya quedado en los umbrales y esté apalabrando con San Pedro (un pescador a quien se le encargó edificar la Iglesia de Jesús sobre roca firme) la reforma del inmueble: arreglar cubiertas de teja árabe (que él ha guardado celosamente como oro en paño porque a otros promotores les parecían modelos de lo viejo), sustituir una vulgar ventana de aluminio por la correspondiente y legítima ventana de celosías, y aún reemplazar un emplasto de cemento (puesto de aquella manera) en el sardinel de una vivienda histórica por un sillar de basalto, labrado hace ciento cincuenta años y también rescatado por él en otra de sus obras.
Referente indiscutible del hombre hecho a sí mismo, el joven titulado Delineante pasó del despacho, donde se pertrechaba de escuadra y compás, a convertirse en uno de los constructores especializados en el siempre “delicado” mundo de la rehabilitación y la restauración arquitectónicas más afamado, digno y escrupuloso de cuantos han pasado por aquí. Su empresa Miguel Hernández Ventura S. L. constituye para los palmeros un motivo de orgullo patrio, sincero y referenciado, gracias a la proyección que dio al nombre de nuestra isla (tocaya suya) más allá de nuestras fronteras. El prestigio de su nombre y apellidos estará asociado inevitablemente a su noble y notable quehacer en el conjunto de nuestras islas. Todavía recuerdo ver con asombro en varias casas de La Laguna, hoy declarada Patrimonio de la Humanidad, carteles que señalizaban su labor responsable de rehabilitación durante la década de los noventa. Sus letras blancas sobre fondo verde. Sencillas. Como lo fue él. Con la silueta de La Palma insinuada hacia la izquierda en rayas delineadas marcando accidentes geográficos y coronada por un tejado con chimenea.
No creo que puedan contarse muchas maneras de rehabilitar como la suya. Poniendo por caso la labor de las carpinterías, la sustitución sin más —bien por obra y gracia inspiradora del arquitecto de turno (¡ay, mi cabeza!) o, peor aún, por capricho insolente e ignorante del promotor— de una ventana de celosías a la que le faltaba una de las hojas abatibles fue en más de una ocasión motivo de discusión. Miguel Hernández Ventura, honrado por el triple don de la torrontudez, la socarronería y el arte de la palabra seductora, lograba salirse con la suya y conseguía mantener la ventana, procediendo sólo a injertar la pieza dañada. Ese criterio tan suyo —tan escaso y con tan pocos seguidores— no era ni casual ni anecdótico: partía de su conocimiento de los viejos carpinteros, de los que trabajaron con las manos (con la devoción propia del artesano) la madera, provistos únicamente de los instrumentos manuales del oficio. Ese “conocimiento” real del trabajo de taller fue lo que le condujo al “reconocimiento” de la labor manual y auténtica de sus obradores. Y, por tanto, a respetar sus obras, interviniéndolas lo menos posible.
Anelio Rodríguez Concepción me enseñó en sus célebres clases de Literatura de tercero de BUP impartidas en el IES Luis Cobiella Cuevas que “la ignorancia engendra atrevimiento”. Una máxima que Miguel Hernández Ventura había aprendido bien y que trató de enseñarnos aplicada a su trabajo. Hombre culto por leído, lo era también por ese espíritu de escuchante adicto que le caracterizaba, un etnógrafo de la arquitectura y sus hacedores. Su erudición en la materia le llevó en una ocasión a resolver para mí el significado de una palabra rara, de esas que no aparecen en ningún diccionario (tojín). Y si había algo que no supiera directamente, acertaba a derivarte a la persona apropiada. Un gestor en toda regla.
Es una pena que se nos haya ido para siempre quien contribuyó a promocionar las primeras ediciones de la Ópera en el Convento: mediante el patrocinio y, aún mejor, mediante la disposición de sus trabajadores en el montaje del graderío para el público y del escenario. Un patrocinio de gran calibre que aquí conocíamos sólo en el ámbito futbolístico. Y, así, Construcciones y Restauraciones Miguel Hernández Ventura S. L. se convertiría en una de las primeras empresas palmeras en apostar por la producción altruista de la mejor música clásica, logrando transformar el sobrio claustro mayor de San Francisco en una de las salas de espectadores efímeras y al aire libre más prometedoras del siglo XXI. Es curioso. En las primeras ediciones, sus correligionarios se reían de él porque perdía dinero en esas inversiones culturales en lugar de destinarlas a otras actividades o simplemente no reservarlas a nada que revirtiese a favor de la colectividad (“¿A cuenta de qué?” “¡Eso que lo pague la Administración!” “¿Pero tú qué sacas con eso?”). Y no menos curiosamente, pronto los “reidores” no tardaron en enmendar su error y acabaron sucumbiendo a su ejemplo.
No quiero imaginar cómo convencerá al señor de las Llaves de que hay que cambiar las cubiertas de manera que se armonice el estilo histórico de la casa de los justos con los materiales de construcción. Bienaventurado Miguel Hernández Ventura, ¿es que no vas a descansar?
Santa Cruz de La Palma, 30 de junio de 2020
Víctor J. Hernández Correa
Servicio de Patrimonio Histórico, Ayuntamiento de Santa Cruz de La Palma
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