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Así como hay traga-fuegos se podría decir que yo soy una devora-libros. Pequeños, grandes, para adultos, para niños, para reír, para llorar... Me da lo mismo, los engullo sin miramientos. Para mí, no hay nada mejor que un libro, una caja de galletas y horas libres, para rellenar con lectura.

En la costa desaparecida

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En nuestro país, el género está, a su vez, ligado a la vilipendiada imagen de las “novelas del Oeste” y al no menos denostado Spaghetti Western, un calificativo otorgado de manera ciertamente peyorativa por la crítica especializada, la cual consideraba que todas aquellas películas, dirigidas, en su gran mayoría, por directores italianos -razón que explica la elección de la palabra “Spaghetti”- eran mucho peores que las que se habían rodado en los escenarios originales y por directores mayoritariamente anglosajones. El tiempo, como en otras tantas facetas de la cultura, ha demostrado lo erróneo de dicho planteamiento, dentro y fuera de nuestras fronteras.

En el caso de las maltratadas novelas escritas por escritores tan prolíficos y dignos de consideración como lo fueron Marcial Antonio Lafuente Estefanía -conocido popularmente como M. L. Estefanía, Marcial Lafuente Estefanía, Dan Lewis o Dan Luce- y José Mallorquí Figuerola, J. Mallorquí o Carter Mulford, según el seudónimo que utilizara para firmar sus escritos y creador, éste, del célebre personaje del Coyote, por citar tan sólo dos ejemplos de una larga lista de creadores, el menosprecio general está directamente relacionado con la ausencia de una verdadera cultura Pulp dentrol de organigrama de la cultura popular contemporánea española. No hay que olvidar que el momento de máxima expansión de dicho género en los Estados Unidos de América coincidió con el estallido de la Guerra Civil Española y la posterior represión de un régimen que no veía con buenos ojos lo no que propagara los valores nacionales y católicos del bando vencedor.

Por eso, cuando aquellas novelas de cien páginas, impresas en papel barato, que tan sólo costaban cinco pesetas de la época, empezaron a llegar hasta los quioscos de entonces, el estamento cultural español “serio y respetable” tachó a todos aquellos escritos de meros panfletos sin ningún valor literario, obviando, de un plumazo, el buen hacer de quienes se escondían tras aquellos seudónimos que sonaban tan internacionales y anglosajones.

Como es lógico pensar ni todos los “Spaghetti Westerns”, ni todas las novelas de ese género poseen la misma calidad. De igual forma, no todos los westerns rodados entre la década de los años treinta y los años sesenta del pasado siglo XX en los míticos territorios de Arizona, Méjico y Nueva Orleans tienen una calidad que pudiera justificar que un espectador acudiera hasta una sala de cine para visionarlos...

Otra cosa bien distinta es menospreciar una determinada manifestación de la cultura popular contemporánea, queriendo dejar huérfanos a todos los que, por razones de formación y estatus socioeconómico, no podían tener acceso a otro tipo de cultura, más académica y seria, según los estándares de la época. Además, la realidad cuenta que todos los segmentos de la sociedad española, en mayor o menor medida, disfrutaban de aquel divertimento semanal y constante durante varias décadas, razón que explica las enormes tiradas y los niveles de difusión, similares a los que gozaban los grandes nombres de la literatura Pulp al otro lado del océano.

El género ha demostrado que la riqueza de matices que atesoraba era mucho mayor de lo que se podía presumir con una lectura somera, y de ahí los ejemplos que directores cinematográficos como David Samuel Peckinpah, Clinton «Clint» Eastwood Jr., o Lawrence Edward Kasdan han ofrecido en la gran pantalla, en las últimas décadas.

En el caso de la literatura, el western no ha dejado de evolucionar, sobre todo en su territorio original, aunque, en nuestro país, también hay ejemplos muy dignos de tener en cuenta.

Uno de esos ejemplos es la novela de Francisco Serrano, En la costa desaparecida. Sobre el papel, la historia bebe y se desarrolla en los ambientes más clásicos y conocidos del género; es decir, un pueblo minero llamado Coppercreek, en el estado norteamericano de Arizona. Coppercreek era un pueblo minero que crecía muy deprisa. No era el mejor sitio, pero tampoco era el peor de los sitios.

La acción empieza con un funeral, el del sheriff Richard James Hooper, muerto en acto se servicio como otros tantos servidores de la ley que perecieron bajo las balas, las afiladas hojas de los cuchillos o los cascos de los caballos de la legión de indeseables, forajidos y terratenientes que florecieron en aquellos territorios durante décadas. A su lado se encuentran su viuda, Clara Hooper, y sus ayudantes, Andrew Velt y Horace Curtis. En teoría, aquella estampa no tenía nada de extraño de no ser porque el cortejo fúnebre se desarrolla ante los ojos de Eugene Fletcher, conocido como Sonny, asesino de al menos nueve hombres, tahúr profesional, antiguo miembro de la banda de Chuck Kerrigan, y por cuya cabeza se ofrecía bastante dinero en los estados de Texas, Nuevo Méjico y el territorio de Arizona.

Como podrán comprobar, en tan sólo unas líneas están esbozadas muchas de las claves sobre las que se han orquestado un sinfín de propuestas relacionado con el género. Ya sólo quedaría buscar uno o varios protagonistas y/o actores principales, si se prefiere el símil cinematográfico, además del responsable de la muerte del servidor de la ley, dando por sentado que Eugene “Sonny” Fletcher no es la mano ejecutora de tal suceso.

Sin embargo, ésta es, a su vez, la historia de Casi diez años y sin nombre. Casi diez años y sin nombre, no sabía nada del mundo. Su abuela, cuyo nombre auténtico era secreto y a la que los apaches llamaban Mujer Gato, le enseñaba canciones para hablar con los espíritus y poco más.

Ésta es la historia de John Little, un niño criado por un salvaje y abusivo progenitor, quien le enseñó a ser una amenaza para la sociedad, a pesar del aspecto inocente de aquel joven que no dudaba en desenfundar su arma cuando las cosas se ponían en su contra. No obstante, y llegado el momento, John Little se rebeló contra su padre y se prometió una cosa, delante de quien le había ayudado a dejar su vida anterior atrás, Domitila, quien vivía en un buen sitio, una misión española olvidada durante más de doscientos años. El renegado lo tenía claro: Domitila, mi padre debe morir. Es lo único que tengo que decir al respecto.

Ésta también es la historia del padre de John Little, Chuck Kerrigan, la pesadilla de Cohauila y de quienes cabalgaron junto él, sembrando de cadáveres, pillaje y destrucción cualquiera de los territorios por los que pasaron. Es la historia del hombre del sombrero de paja, Billy Oso, del Dandy Coogan, aquel que guardaba la cabeza de alguien dentro de una sombrerera.

Es la historia de Cascabel Gutiérrez y de Elías Venzala, aquel que reconoció al jinete que vio en su catalejo por una postura familiar, un gesto determinado al llevar las riendas, una manera característica de inclinarse en la cruz del caballo. John Little ya no tiene dos espíritus, pensó. He aquí su verdadero rostro.

Y es también la historia de Andrew Velt, el joven que encontró Richard James Hooper con diecisiete años. En realidad A Andrew lo encontró un hombre llamado Smith, supervisor de línea de la diligencia, viviendo solo al borde del desierto de Mojave. Sus padres habían muerto de fiebres. Era un muchacho moreno, escuálido, vestido con harapos. ¿Cuánto tiempo llevas solo? Un año quizá. Más quizá… No parece que te las apañes mal, le dijo. Otros estarían mucho más locos que tú. Yo no estoy loco, le dijo Andrew. Smith sonrió. Eso espero, porque te vienes conmigo, dijo. Le dio una mula y algo de ropa que le venía grande y lo sacó del desierto.

Y es la historia anclada en un momento histórico concreto, con multitud de luces y sombras y en donde cada uno trataba de sobrevivir de la mejor forma posible. En la costa desaparecida es, en realidad, una historia de supervivientes, de personajes crepusculares y poliédricos, dotados, éstos, de multitud de matices que sirven, en parte, para explicar sus motivaciones y, sobre todo, sus peculiares y atípicos códigos de conducta. El autor no sólo quiere hacer hincapié en las acciones, sino en lo que se esconde tras las razones que llevan a cada uno de ellos a comportarse de la forma en la que lo hacen.

Tal planteamiento existencial le supone al lector adentrarse en una espesa y desasosegante escala de grises que le evita caer en los maniqueísmos típicos del “bueno” contra el “malo”, tan del gusto de muchos libretistas del género. Habrá quien piense que, al hacerlo, sea más difícil identificarse con tal o cual personaje, pero la vida se asemeja más a esa instantánea tintada gradualmente que a una imagen en blanco y negro, y En la costa desaparecida es una historia de género donde la realidad es un personaje más de la trama.

Si se atreven, ensillen su caballo, sujeten fuertemente las riendas y prepárense para cabalgar hasta Coppercreek, para conocer qué se esconde detrás de esta apasionante historia y a todos los que están inmersos en ella.

© Eduardo Serradilla Sanchis, Helsinki, 2020

Textos © Francisco Serrano García, 2020

Portada © Eva Vázquez, 2020

En la costa desaparecida. Historia general de mi hermano y los forajidos de Arizona

Autor: Francisco Serrano

Ilustración de portada e interiores: Eva Vázquez

Páginas: 434 páginas, 12.5×20 cm,

Edición: rústica con solapas, b/n, papel 100% reciclado

Primera edición: enero de 2020

ISBN: 978-84-949223-4-3

Colección: Veredas

Episkaia Editorial

http://episkaia.org/

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