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Carmen Avendaño

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En 1987 tuve que campar por el CIR (Centro de Instrucción de Reclutas) número 13 de Figueirido (Pontevedra), cumpliendo un servicio militar tan insólito como insospechado, a mis casi veintinueve años. La broma duró tres meses y su génesis no viene a cuento. Lo que si viene es lo que me encontré con estrépito en Pontevedra. Casi todos mis compañeros de entuerto eran diez años menores, excepto poco más de una docena entre más de un millar. Cumplían, muchos de ellos, con una constante fuera del tiempo: analfabetismo funcional y consumo escalofriante de toda clase de drogas, incluida, y mucho, la heroína, el maldito caballo.

Llevaba una década alejado de la realidad de mi Galiza, y aquello fue, además de un choque generacional, una cruda relación con la realidad da a miña terra: “¡Neno, a ver si espabilas de esta!” me dijo mi antigua casera de Santiago durante una visita que le hice aquellos días. También me presentó a su sobrina, que me acogió como recluta que era y me lustró las neuronas: “¿Y no te habías dado cuenta hasta ahora de lo que supone el ensino en castelán a cativos cuya lengua materna es el galego? Eso es fruto de la diglosia, y así nos va.”

Poco después, se empezó a enseñar en galego en las escolas, gracias a Fraga, en parte, y cambió un poco el panorama. Ahora algunos quieren volver a atrás.

Pero lo que no cambió fue la penetración de la droga en la juventud gallega. “Cualquiera accede por cuatro perras al caballo, porque, además, no tienen cuatro sino muchos miles de perras después de haber descargado los fardos de mierda por la noite” díxome la sobrina antes de que entráramos en el Modus Vivendi (todavía existe) a escuchar música, tomar una copa y aprender un pouquiño de su sabiduría en historia del arte y en renacimiento portugués, que es el mejor de todos los renacimientos.

Ocurrió que en aquellos años se levantó una mujer, Carmen Avendaño, que sufrió los horrores de la droga en carne propia. Aventó conciencias y haceres, luchó por los suyos y por los demás. Se cuenta bastante bien en el libro Fariña del periodista coruñés Nacho Carretero y en la serie homónima de televisión. El sábado pasado, mientras me relamía las heridas en Coruña con el medio siglo de mi promoción del colegio marista de los clamores –benditos todos mis compañeiros de promoción-, en Pontevedra, esa ciudad al norte de Portugal, se homenajeaba a Avendaño, en un acto promovido por la Confederación Galega de Asciacións Veciñais. La concurrencia fue muy numerosa, aunque la representación institucional dejaba un poco que mejorar: delegado del gobierno, cargos medios de la Xunta, munícipes, y la subdirectora general de Divulgación de la Memoria, Almudena Cruz Yábar, del Ministerio de Política Territorial y Memoria Democrática. Doña Carmen se merecía, por lo menos, a un ministro o una ministra, en fin.

A la salida del Modus Vivendi, la sobrina me advirtió: “Isto ya ha traído moitos mortos pero habrá mais. Solo hay una persona que se está dejando la piel y la vida para que los traficantes acaben donde deben, Carmen Avendaño, una fuerza.” Vi esas mortes, vi esa desfachatez que da el dinero fácil en muchos reclutas de las rias baixas. Entre el SIDA y la heroína, no quedó ni uno.

Honrar a Carmen es tener memoria de la injustica, del horror y del ninguneo: solo apareció una información del homenaje en el Diario de Pontevedra. Por eso me proclamo aquí avendañista, admirador respetuoso de la mujer que todavía lucha, de su marido, y de su hijo sobreviviente, Rubén Cagiao que preside la Fundación Érguete que ella organizó en los tiempos difíciles. Está claro que no es una noticia para abrir los nefandos informativos catódicos y hertzianos que sufrimos. Está claro que la sobrina de mi patrona tenía razón. Y la subdirectora general, que dijo en público que la lucha de Avendaño fue “una grito de amor y un acto político” Bastante razonable para una alta funcionaria.

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