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Diez años de la Ley de Infancia: balance y retos pendientes
Han pasado ya diez años desde que entraron en vigor la Ley 26/2015 y la Ley Orgánica 8/2015, las dos grandes normas que reformaron el sistema de protección a la infancia y la adolescencia en España. Aquella reforma fue recibida como un hito legislativo, destinada a modernizar un marco normativo fragmentado y, sobre todo, a situar el interés superior del menor como principio rector de todas las decisiones administrativas, judiciales y sociales. La expectativa era alta: homogeneizar la protección entre comunidades autónomas, reforzar los derechos de niños, niñas y adolescentes, prevenir el maltrato y dotar de coherencia a un sistema que, pese a sus avances desde los años noventa, seguía adoleciendo de fuertes desigualdades territoriales y presupuestarias. Una década más tarde, conviene revisar con honestidad qué hemos ganado, qué hemos perdido y, sobre todo, hacia dónde deberíamos avanzar.
Entre los avances más notables de la reforma se encuentra la consolidación de un marco legal más sólido y actualizado, que ha incorporado los compromisos internacionales asumidos por España y ha modificado normas esenciales del Código Civil, la Ley de Enjuiciamiento Civil y la Ley de Adopción Internacional. Por primera vez se obligó a someter las políticas públicas a un análisis de impacto en infancia y familia, se establecieron criterios más claros para la intervención de las administraciones y se definió un catálogo de deberes y derechos que reconoce a los niños y adolescentes no solo como sujetos protegidos sino también como ciudadanos con responsabilidades. Asimismo, se han desarrollado sistemas de datos y registros, como el RUMI o los indicadores del Observatorio de la Infancia, que permiten conocer mejor la realidad del maltrato infantil y orientar políticas basadas en evidencia. También se han incrementado, aunque de forma todavía insuficiente, las partidas presupuestarias dedicadas a programas de prevención y acogimiento, y en algunas comunidades se han creado innovadores proyectos de acogimiento familiar y atención comunitaria que muestran resultados prometedores.
Sin embargo, estas mejoras normativas y procedimentales contrastan con la persistencia —e incluso agravamiento— de problemas estructurales. La pobreza infantil se mantiene como una de las más altas de la Unión Europea y en algunos años recientes ha crecido ligeramente, hasta superar el 29% de la población menor de edad. Esta realidad revela que los derechos reconocidos en la ley no se traducen automáticamente en condiciones de vida dignas. El gasto público destinado a familia e infancia sigue en torno al 1,5 % del PIB, muy por debajo de la media europea, lo que limita la capacidad del sistema para prevenir la vulnerabilidad y para responder con agilidad a los casos detectados. Las desigualdades territoriales también siguen siendo un obstáculo importante: hay comunidades autónomas con ratios de profesionales, recursos y programas de acogimiento muy superiores a otras, generando una especie de lotería geográfica que contradice la aspiración de igualdad y universalidad.
Otro de los puntos críticos es la atención a la infancia que migra sola, un desafío que se ha hecho especialmente visible en Canarias y en otras zonas de recepción. La llegada masiva de adolescentes sin referentes familiares y en situación de vulnerabilidad extrema, ha puesto de manifiesto la fragilidad del sistema. Persisten problemas de saturación en los dispositivos, retrasos y opacidad en los procedimientos de determinación de la edad, así como una falta de coordinación clara entre las comunidades autónomas para distribuir la corresponsabilidad de su acogida. Mientras tanto, muchas organizaciones denuncian que estos chicos y chicas sufren discriminación y estigmatización, además de no poder acceder en igualdad de condiciones a oportunidades educativas y formativas.
Tampoco se ha logrado, a pesar de la voluntad legal, que el acogimiento familiar desplace de forma generalizada al residencial. Muchos niños y niñas, incluidos menores de seis años, siguen creciendo en centros cuando las evidencias demuestran que el entorno familiar, ya sea con familia extensa o ajena, ofrece mejores resultados emocionales y de desarrollo. La transición hacia modelos más desinstitucionalizados requiere no solo cambios normativos, sino un importante esfuerzo presupuestario, campañas de sensibilización y acompañamiento profesional intenso para las familias acogedoras. Sin estos factores, la preferencia legal por la familia queda en papel mojado.
A todo ello se suma la necesidad urgente de reforzar los servicios sociales municipales de base. La prevención y la detección temprana de situaciones de riesgo continúan infradotadas, con ratios de profesionales muy por debajo de las recomendaciones. Esto provoca que muchas intervenciones se activen tarde, cuando los daños ya son profundos y la separación del NNA se vuelve inevitable. En este contexto, la formación y estabilidad de los equipos técnicos es crucial. No se puede construir un sistema de protección sólido sin profesionales formados, con condiciones laborales dignas y sin rotaciones constantes que erosionen la calidad del acompañamiento.
Más allá de los déficits heredados, han surgido nuevos desafíos que la reforma de 2015 apenas podía anticipar. El mundo digital, las redes sociales y los entornos virtuales han transformado la vida de la infancia y la adolescencia. Las nuevas formas de acoso, explotación y desinformación requieren respuestas integrales y coordinadas que incluyan regulación, educación digital y servicios especializados de apoyo psicológico. Al mismo tiempo, la salud mental infantil y adolescente se ha convertido en un asunto prioritario: la pandemia, la precariedad, las tensiones familiares y la incertidumbre económica han disparado la demanda de atención psicológica, pero la oferta pública sigue siendo escasa y desigual. Y, mirando más allá de nuestras fronteras, el cambio climático, las migraciones forzadas y las crisis internacionales configuran un horizonte en el que niños, niñas y adolescentes serán, de nuevo, el colectivo más vulnerables.
Diez años después, la reforma de la Ley de Infancia sigue siendo un hito necesario, pero insuficiente. El marco jurídico es sólido y los avances son evidentes, pero la distancia entre la norma y la realidad cotidiana de miles de niños y niñas continúa siendo considerable. Convertir en hechos los principios del interés superior del menor, la prevención y la igualdad de oportunidades exige un pacto estable por la infancia, presupuestos blindados, coordinación efectiva entre administraciones y una mirada renovada hacia los riesgos emergentes. Sin estos elementos, el esfuerzo legislativo de 2015 corre el riesgo de quedar como una promesa incumplida más. España tiene la oportunidad de liderar en Europa una política de infancia avanzada y coherente; solo falta la voluntad política y social para convertirlo en prioridad real.
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