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Cuando las ‘puñetas’ de las togas hacen política
El informe de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo de 26 de mayo de 2021, redactado bajo la ponencia del ex presidente Manuel Marchena, relativo a los indultos concedidos a los condenados por el procés, y el auto de 15 de octubre de 2025 dictado por el instructor del Supremo, el magistrado Leopoldo Puente Segura, en la causa especial 20775/2020 contra José Luis Ábalos, forman un conjunto revelador: el retrato de un poder judicial que ya no se conforma con aplicar la ley, sino que aspira a dirigir la política.
En el primero de esos documentos, el tribunal, tras rechazar los indultos, abandona el terreno estrictamente jurídico para adentrarse en la sospecha moral. En las páginas 17 y 18, la Sala advierte del peligro de un “autoindulto” y recuerda que los beneficiarios pertenecen a fuerzas políticas que “sostienen al Gobierno de la nación”. Insinúa que la medida de gracia podría ser el precio de un pacto político y que, en consecuencia, el Ejecutivo estaría desnaturalizando su función constitucional. En realidad, lo que el tribunal hace no es aplicar el Derecho, sino fiscalizar la intención política del Gobierno y condicionar una decisión que la Constitución reconoce como potestad exclusiva del Ejecutivo.
Esa intervención no es técnica, es política. Al insinuar que el indulto es una herramienta de autoprotección, el Supremo actúa como un contragobierno. Lo que presenta como defensa del Estado de Derecho es, en el fondo, un mensaje político: el poder judicial se reserva el derecho a desautorizar moralmente al poder ejecutivo cuando sus decisiones no se ajusten al canon de pureza institucional que la propia Sala se atribuye.
El mismo gesto puede verse en el auto de 15 de octubre de 2025, firmado por el magistrado Leopoldo Puente Segura, en el caso de José Luis Ábalos. Aunque el juez mantiene las medidas cautelares y evita la prisión provisional, concluye su resolución con una reflexión política: expresa su “estupor” porque un diputado investigado conserve su escaño y propone “articular por ley algún mecanismo” que impida situaciones semejantes. Esa reflexión —innecesaria desde el punto de vista procesal— equivale a una advertencia dirigida al Parlamento y al Gobierno. No se trata ya de aplicar la ley, sino de dictar una pauta política: cómo deben organizarse los otros poderes del Estado.
El patrón se repite. En ambos casos, el Supremo no se limita a juzgar: instruye, moraliza y amonesta. Lo hace con el tono de quien se siente depositario de la virtud pública y con la autoridad de quien ha decidido colocarse por encima de la soberanía popular. Así, la toga se convierte en púlpito y el tribunal en órgano de dirección moral del Estado.
Esta deriva no puede entenderse sin la continuidad cultural de una judicatura que, desde hace décadas, se percibe a sí misma como guardiana del orden, más que como instrumento de la voluntad democrática. No es un exceso retórico, sino un hábito de poder. El viejo reflejo de tutelar al país desde los estrados se reitera ahora bajo formas más sofisticadas: informes, autos, comunicados y filtraciones que funcionan como editoriales institucionales.
Lo más grave es el efecto político que todo ello produce. Cada pronunciamiento de este tipo estrecha el margen de acción del Ejecutivo y somete al Parlamento a una vigilancia moral que no le corresponde. Los ministros actúan bajo la amenaza de una censura judicial; los diputados, bajo la sombra de la desaprobación togada. Y el resultado es una democracia menguante, donde los representantes elegidos se mueven entre las líneas rojas marcadas por una élite judicial que no responde ante el voto.
Defender la independencia judicial no puede significar aceptar que la justicia se erija en poder soberano. La independencia sirve para proteger a los jueces de la política, no para que la suplanten. Cuando la toga se arroga el papel de conciencia del Estado y la Sala dicta lecciones de moral institucional al Gobierno o al Congreso, deja de ser garante del Derecho para convertirse en actor político.
El informe del 26 de mayo de 2021 y el auto del 15 de octubre de 2025 marcan un punto de inflexión: la confirmación de que una parte de la judicatura ha cruzado la frontera entre el control legítimo y la intervención política. Si la democracia quiere seguir siéndolo, deberá recordar que la soberanía no lleva puñetas ni se viste de negro: la ejerce el pueblo a través de sus representantes, no los jueces que se creen sus tutores.
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