Espacio de opinión de Canarias Ahora
Tierra común
Se le llama envidia, con cierta ligereza, funcional —no digo que no-, que cae con frecuencia en la simplificación. Es natural, pues heredamos una tradición moral que, desde los estoicos hasta los moralistas cristianos, ha catalogado esta emoción como vicio o desviación. Sin embargo, me interesa más indagar en las causas, y reflexionar sobre la futilidad o no de dicha emoción.
Me apetece despersonalizar a esta señora, quitarle el cinturón, levantarle el velo y mirarle a los ojos —sin envidia-, si es que, tal como pienso, la belleza y la denuncia en el arte de escribir ha de estar por encima de mezquindades poco confesables. Sí, al hacer esta reflexión me he dado cuenta de que casi todos esos vicios morales, que atraviesan a la humanidad, tienen en nuestra lengua nombres femeninos. La envidia también, ¿cómo no?, pero ese tema será para otra ocasión.
A menudo, cualquier suceso en nuestras relaciones nos hace darle vueltas a estos fenómenos tan humanos. Y yo me planteo, o quiero pensar, si no estará antes de la envidia el amor. No tanto, o no solo, el amor propio herido, sino el propio amor por lo que admiramos, cualquier cosa de la otra persona.
En el caso que hoy me ocupa se trata de esa punzada que sentimos por la obra de otra autora; la que sentimos ante la escritura, su belleza, el proceso íntimo de comunión con ella para lograr rozar su verdad y la nuestra. Quizá se trate de una forma distorsionada de amor, pero esta también puede sublimarse en un sentimiento de admiración y ser confundido. El mismo Aristóteles decía que la némesis podía ser una forma legítima de dolor, una especie de conmoción estética.
Ese desagrado aparente ante la obra ajena es como los flecos de nuestro anhelo que al pasar ante nosotras se lleva tras sí nuestra mirada. Y, a menos que lo que se envidie sea al beneficio económico o los halagos que suscite dicha obra y sus consecuencias —lo que no es de mi interés en este momento e implica reevaluar ciertos vínculos-, estaremos mostrando en el fondo un amor por el mismo campo fértil de lo literario, donde sembramos semillas con la esperanza de que florezcan. Y ahí quiero detenerme.
¿No debería bastar la plenitud que se siente al abrazar este espacio y perderse en él para encontrarse? Se nos olvida que lo importante no es la siembra o recolección de las flores, que también; que lo que importa es el amor a la tierra, a lo vivo, lo cambiante y transformador de la expresión literaria. Al menos, creo que este debería ser el principal objetivo: el gozo. Por tanto, aquel desagrado podría ser una forma inapropiada de amor que olvida que amar no es poseer, sino dejar ser. Y, aunque no deja de ser un síntoma de sensibilidad estética compartida, puede tornarse innoble si no lo aceptamos con honestidad.
Además es un tanto absurdo no reconocer esta emoción con el fin de disolverla. Al fin y al cabo, ¿quién puede poner coto al terreno de lo literario? ¿Quién puede asegurar que ya no cabe nada más? ¿La belleza no se debe a la comunidad? ¿Cómo no va a haber sitio para otras voces? Si la literatura es un convoy ético-estético que viene cruzando océanos de tiempo y espacio, ¿qué más da quien lo guíe? Va a morir —¡memento mori!-, conviene recordarlo. Importa el botín.
¿Qué sentido tiene competir por un lugar que, por definición, no se agota? ¡Qué bueno que tenemos a Virginia Woolf y tantas otras virginias para recordárnoslo! Además, Woolf reclamaba no solo un lugar físico para la escritora, sino también un espacio interior desde el cual pensar, escribir y existir. El campo de lo literario, en el sentido en que ella lo explica, es común, pero no neutro: exige una ética del reconocimiento mutuo. Por tanto, no importará en realidad ‘quién’ pero sí ‘quiénes’, porque necesitamos, y con continuidad, un relato femenino amplio del mundo. Ella misma decía que el arte de escribir ha de ser una manifestación de libertad, un legado, no una pugna por un trono irrepetible.
A mí me gusta imaginar este campo como un espacio inmenso de amapolas hipnóticas, un lugar inabarcable. El campo de la pertenencia a lo humano, donde la autenticidad debe importar más que la originalidad. Y aquí entraría para mí el segundo objetivo, compartir la propia visión femenina del mundo y la denuncia de la injusticia y los atropellos sociales, con la ayuda del lenguaje literario; lo que me parece más fecundo que el deseo de ser alguien en particular.
En conclusión tal como yo lo veo, el regocijo de la escritura ha de ser genuino y, si el resultado es bello, será útil; pero si es bello y útil para la comunidad, será doblemente bello. Por eso, en el intento, se van las horas y, en el contento, todo tiempo se me achica.
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