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¿QUÉ PASA AQUÍ?: SOLASTALGIA. El Puertito de Adeje III
¿Qué pasa aquí?
Esta es la pregunta que se hace siempre en sus publicaciones el tiktoker sureño topoteopozo2. A él como a todos los miembros de Tagoror Permanente Rotativo y a muchísimas otras personas nos pasa algo en esta isla. Nos pasa y nos traspasa, como una espada de Damocles que amenaza constantemente sobre nuestras cabezas, una profunda sensación de pérdida y tristeza por la destrucción del Puertito de Adeje, enclavado en un vibrante paisaje de incalculable valor, con más de 80 elementos de carácter histórico o patrimonial, catalogados por el área competente del propio Cabildo Insular de Tenerife.
Más de 80, y sin embargo a este no le han parecido suficientes para pedir la paralización cautelar de la mal llamada urbanización Cuna del Alma -en una zona protegida, Red Natura 2000-, obra llena de aparentes incumplimientos legales e irregularidades desde el primer momento. Este sentimiento tan profundo de dolor por la tierra, al parecer, se denomina solastalgia y fue acuñado por primera vez en 2005 por el filósofo australiano Glenn Albrech. El término surge de la combinación de dos raíces de étimos grecolatinos: solacium (consuelo, paz en latín) y álgos (dolor en griego antiguo). Quiso el filósofo, con este matrimonio léxico, referir la ansiedad que experimentan las personas ante el daño del paisaje en que nacieron o se criaron, y donde aún viven. Por tanto, el término solastalgia, complejo como toda pareja, es un sentimiento que combina la nostalgia por lo que fue y una profunda tristeza por lo que ha sido alterado sin retorno. La pena, por los espacios destruidos, se transforma en un anhelo de conexión que se siente cada vez más inalcanzable a medida que los paisajes se alteran sin piedad.
Pero fue hace unas semanas, al arribar a mis sentidos un vídeo de la abogada lanzaroteña Irma Ferrer, cuando decidí abordar esta temática. Habla ella en su Facebook, con dulce acento canario, de este sentimiento de añoranza y tristeza por la tierra y el pueblo marinero en cuyas calles de arena se enterraron sus primeros pasitos descalzos, y a donde ya no puede volver porque la invade un sentimiento profundo de pérdida causado por la turistificación; un duelo permanente que la ha motivado a investigar y perseguir, desde la abogacía, el urbanismo criminal que acosa al territorio canario.
Encontrar ecos de este sentimiento en la tragedia griega no me fue tan difícil, pese a que la antigua Grecia estaba a salvo de la depredación turística -la Grecia de hoy en cambio sí padece del mismo drama. La tragedia estaba para eso, para revolver con belleza y grandeza, maridadas a partes iguales, las mentes y transformarlas. Esquilo nos cuenta que Agamenón, al retornar al hogar de la guerra de Troya, encuentra traición e injusticia; y un espacio, su hogar, Micenas, que debía ser refugio, se convierte en trampa fatal. Era el hogar convertido en amenaza, como el entorno natural cultural ahora dañado y privatizado. En El Puertito, los tres poderes, que en una democracia sana habrían de ser independientes, convierten el entorno en objeto de beneficio y daño, ignorando leyes ambientales, patrimoniales y la voluntad colectiva: otro hogar que ha dejado de proteger. El Puertito de Adeje encarna una tragedia moderna donde el entorno ancestral —como el hogar de Agamenón— se destruye por el abuso de poder. Frente a ello, surge una Antígona contemporánea en forma de ciudadanía activa que se rebela por principios éticos. Este drama contemporáneo no solo refleja la solastalgia, sino también el eterno conflicto entre lo que debería ser resguardado y los intereses que lo destruyen. Entre lo legal y lo legítimo.
Por otro lado, me he preguntado por qué este sentimiento parece afectar más a la gente joven que a la gente mayor -si observamos la edad mayoritaria de manifestantes. Quizá la gente joven sienta una angustia mucho más honda, puesto que le queda mucha vida por delante en un paisaje devastado por la especulación que es por completo desolador. Compruebo que este paisaje destrozado cala en su ánimo tan profundamente como lo hacen las excavadoras en la tierra que los acunó. Es verdad que también se ve gente de todas las edades en las protestas del pueblo, pero he observado una característica común en todas ellas, además del sentimiento que nos ocupa, y es la rebeldía y el empuje, que son síntomas de juventud.
Todas, tengan la edad que tengan, intuyo que, como yo, gozaron de una infancia tanto más feliz en la medida en que sus manos, de pequeñas alfareras, sintieron el contacto temprano con el barro en la primeras lluvias de aquellos octubres, cuando el sol de la tarde secaba los calderitos, platos y tazas o los cuarteaba y acababan hechos añicos. Tanto más gozosa en la medida en que pudieron colgar junto a un cardón una colcha vieja de la abuela sobre cuatro palos, a modo de refugio de guerra o de nido improvisado de amores tempranos. En la medida en que con solo dos hojas de penca bien barridas, engarzadas con seis palitos, se convirtieron en capitanes homéricos al frente de naves capaces de vadear el cauce del barranco más cercano o profundo, a escondidas de la chola materna. En la medida en que con una redecilla, atada a una caña larga, se aventuraban por charcos azules junto al mar, intentando encontrar pejeverdes o rebuscando burgados, tan aferrados a las rocas que los nutrían, como lo hacen hoy los cardones, arrancados de cuajo de las laderas maternas por las pinzas hidráulicas.
Precisamente por todo eso vivido y gozado, a pesar del dolor de ese sentimiento identitario herido, tenemos esperanza y por eso luchamos y lo haremos hasta el último aliento, hasta ver a los traidores de nuestro patrimonio, vendido al mejor postor extranjero, ante los tribunales por el enorme daño cometido. Porque la solastalgia bien gestionada ha de servir para algo y para nosotras será una fuerte motivación que impulsa la protección y regeneración de nuestro entorno. Porque cuando reconocemos plenamente nuestro dolor y lo vehiculamos en acciones positivas -como denuncias de incumplimientos de todo tipo, manifestaciones, concentraciones, huelgas de hambre, acampadas, investigación, estudio, etcétera-, nos empoderamos y la crisálida de nuestra tristeza se metamorfosea en mariposa que eleva su dolor en circuitos tangibles para un cambio. Porque otra canariedad es posible, en la que los vínculos con la naturaleza destilen la resiliencia de nuestros ancestros guanches, y se fortalezcan sus amarres para las generaciones futuras.
Cuentan que se ha visto allá, en lo alto del Puertito, a algunos seres reunidos en un círculo de piedra, todos afectados por el mismo mal y con los mismos síntomas. Aseguran que una, de pelo ensortijado, baja desde los pinos de la cumbre y que, como Juana de Arco, enarbola un megáfono con aire de antigua heroína isleña. Que otra recorre kilómetros desde las medianías norteñas para ser testimonio activo del desastre y dar cuenta, luego, de su duelo, con la blancura valiente de su pelo y de su pecho, en alta voz por los pueblos del Norte. Es nuestra siempre jovencita Greta Thunberg. Que otro baja de las medianías ariqueras día tras día y llora en palabras su rabia heroica, mientras le reza a las deidades guanches Chaxiraxi y Acorán. Y otra que, con voz templada, a través de las ondas de radio San Borondón, hace honor a su nombre de célebre princesa y representa la resistencia y dignidad de un pueblo. Sí, son varios los seres a los que se ha visto reunidos en el círculo de piedra, con el corazón herido por el agijón del progreso y la especulación isleña. Seguiremos dando cuenta de esa diversidad y de las manifestaciones de su dolor.
Sin duda son varias ya las leyendas que el enclave suscita. Cuentan que a veces se ve a una sirena de ojos claros, que habita las aguas del Puertito de Adeje, salir muy de mañana peñas arriba, con sus rizos hondeando en el paisaje. Dicen que el tormento de ver desaparecer bajo las palas una atalaya guanche, el mejor tabaibal de la ladera, los cardonales y viborinas del cauce, todos ellos puntos de referencia familiares, y ver reducirse a polvo su querido hábitat, con el estruendo cotidiano de las máquinas excavadoras desde las 7:30 de la mañana, la impulsan a recorrer, con llanto ahogado y cámara en mano, todos los puntos, para dejar testimonio del ecocidio continuado. Cuentan que la sirena morena a veces enrosca su cuerpo en un coral sabandeño para no oír el estruendo, aunque en ocasiones tiene que salir de aquellas aguas en busca de otras bocanadas de aire isleño. Y se rumorea que, en su camino matutino, suele encontrarse con el murión, un joven jinete sobre un corcel negro de extraña figura -su patinete-, que, compungido por igual dolor, la acompaña en su recorrido, preguntándole a la cámara de su móvil “¿qué pasa aquí?”.
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