30 Segundos de Navidad

Leandro Betancor Fajardo

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Faltaban veinte segundos para que sonara el timbre de la puerta y todos en casa estaban con el trajín propio de la cena de Navidad. Mi madre vigilaba el interior del horno a través del cristal, pendiente de que, esta vez, no se le volviera a quemar el asado. Mi padre, fiel a sus lentas rutinas, aún no había salido del baño y se acicalaba la barba frente al espejo. Mis tres sobrinos corrían entre el salón y el jardín huyendo de mi cuñado, que contaba hasta veinte contra la pared del comedor. 

Mi hermana y Sofía salían de la cocina cargando bandejas de truchas de batata y cabello de ángel, mientras una advertía en la otra un anillo que no había visto antes. 

Y yo, sentado en la entrada, observaba como un espectador cada una de aquellas escenas, como quien ve un ballet a cámara lenta. 

La cuenta atrás para el sonido del timbre caía al mismo tiempo que la cuenta hacia delante de mi cuñado. Justo al llegar a veinte y mientras gritaba la conocida consigna, “¡quién no se ha escondido tiempo ha tenido!”, sonó aquella campanilla aguda de tres tonos, tan propia de aquellos adosados de los noventa en este barrio. 

Aunque yo estaba allí mismo abrió la puerta Sofía y cuál es mi sorpresa al descubrir que quién entró en ese momento era yo. Sofía me abrazó tan fuerte que, aún sentado, pude sentir aquel apretón en mi pecho. Me susurró algo al oído, estaba embarazada, y vi como nos dirigimos al salón y empecé a saludar a toda la familia, mientras a mi yo sentado en la entrada le brotaban dos lagrimones como dos gotas colgando de la púa de un cactus después de la lluvia. 

Ese fue el momento justo en el que todo se volvió oscuro y el amable joven de la tienda me sacó el casco de su máquina del tiempo. Al parecer los 1500€ que pagué sólo alcanzaban para esos 30 segundos de viaje. 

Tenía que entrar aquí para volver a sentir cuánto los echo de menos. 

Feliz Navidad y próspero 2046. 

Este año sí, este año superaremos la pandemia. ¡Salú!

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