El coronavirus y la razón de Estado
“La política estriba en una prolongada y ardua lucha contra tenaces resistencias para vencer, lo que requiere, simultáneamente, de pasión y mesura. Es del todo cierto, y así lo demuestra la Historia, que en este mundo no se arriba jamás a lo posible si no se intenta repetidamente lo imposible; pero para realizar esta tarea no sólo es indispensable ser un caudillo, sino también un héroe en todo el sentido estricto del término. Incluso todos aquellos que no son héroes ni caudillos han de armarse desde ahora de la fuerza de voluntad que les permita soportar la destrucción de todas las esperanzas, si no quieren mostrarse incapaces de realizar inclusive todo lo que aún es posible. Únicamente quien esté seguro de no doblegarse cuando, desde su punto de vista, el mundo se muestra demasiado necio o demasiado abyecto para aquello que él esté ofreciéndole; únicamente quien, ante todas estas adversidades, es capaz de oponer un ”sin embargo“; únicamente un hombre constituido de esta manera podrá demostrar su vocación para la política” (Max Weber, La política como profesión, 1919).
Quizá nuestros políticos de distinto signo aún no lo han percibido, pero el momento ha llegado: el desafío que afrontamos a consecuencia de la pandemia de coronavirus tiene tal dimensión que cualquier procedimiento basado en los tics de la política pretérita, la de los “tiempos normales”, ha quedado desfasado y corre serio riesgo de colapsar por pura obsolescencia. Las palabras anteriores de Max Weber fueron escritas justo después del fin de la Primera Guerra Mundial, primer episodio cruento de un tormentoso siglo dominado por la colisión entre fuerzas tectónicas deseosas de imponer su supremacía: fascismo, comunismo, nacionalismo, liberalismo, colonialismo, conceptos que explican los pogromos, pero también los grandes acuerdos que siguieron a la barbarie, con la reconstrucción europea de los cincuenta como el ejemplo que nos viene más a mano. En 1919, por cierto, el planeta fue asolado por una epidemia de gripe que provocó la muerte del 2% de su población. Resumiendo, el doble de muertos que en la Primera Guerra Mundial y casi tantos como en la Segunda.
Tampoco es necesario recurrir al pensamiento weberiano para entender que la razón de Estado debería figurar en el manual de instrucciones para afrontar una pandemia como la de Covid-19 con todas sus consecuencias económicas y sociales. Esto es válido para la escala local, regional, nacional y global. La cultura del pacto parece que avanza con cierta normalidad en los poderes de menor ámbito, como pueden ser los municipios y regiones (en nuestro caso, comunidades autónomas), pero se atasca en la esfera estatal, con España como inmejorable pero no único exponente en el concierto europeo. Nuestro país no tiene una cultura del acuerdo consolidada en sus propios demonios históricos, que casi siempre acabaron con el aplastamiento a cargo del vencedor. Arrasar al derrotado es un pésimo anticuerpo para curar los males de un país. La Guerra Civil es el ejemplo perfecto de no reconciliación, una dictadura militar que se prolonga durante cuarenta años. España no tuvo un Plan Marshall, pero, peor aún, no tuvo una restauración democrática basada en la reconciliación hasta 1977, es decir, casi un cuarto de siglo después de la Declaración Schuman que sentó las bases de la Europa unida en paz y libertad.
Este es un lastre del que no terminamos de librarnos, y el tóxico contexto político que estamos viviendo cada semana en el Congreso es buena prueba de ello, con unos líderes que no es ya que actúen con el cortoplacismo como horizonte, sino que no van más allá del titular del día y la zancadilla oportunista en cada sesión parlamentaria. Y todo por ignorar otras lecciones de nuestra propia Historia, que no son todas negativas. Por ejemplo, pensar que no es posible hacer oposición si se firman grandes acuerdos de Estado, y que tales compromisos consolidan al poder actualmente existente. Es falso: nada en los Pactos de la Moncloa impidió al PSOE hacer una oposición dura al Gobierno de Adolfo Suárez ni obtener una mayoría aplastante en las elecciones de 1982. Fueron cinco años de espera, muy productivos para nuestro país, por cierto.
Canarias se enfrenta a la crisis del coronavirus en un contexto dramático, aunque menos enconado en lo político. Los últimos gestos de distensión son ejemplos esperanzadores, pero se verán sometidos a la prueba del tiempo, pues una aproximación simplemente buenista al reto que tiene planteado el Archipiélago será tan inútil como la simple formulación de Madrid como destinatario de todas las culpas. Las sociedades que eluden responsabilidades están condenadas al fracaso. La mayor responsabilidad en este grave momento le corresponde al presidente del Gobierno autonómico, por la sencilla razón de que lo es. Por ahora el discurso de Ángel Víctor Torres tiene la virtud de intentar que Canarias hable con una sola voz, una voz que no siempre tiene que ser la suya ni la de los partidos políticos que configuran la actual mayoría gobernante, porque la verdadera voluntad de pacto no persigue adhesiones, sino que trata de integrar respuestas de diversa procedencia. Torres acierta al abogar por la integración, de la que él será el primer beneficiario por la plataforma institucional de que dispone por su condición de presidente. “Es mejor tener a la gente dentro y orinando hacia fuera que fuera y orinando hacia dentro”, dijo un político de raza como Lyndon B. Johnson, y la sentencia es tan válida formulada desde Texas como desde Arucas. El presidente canario está afinando herramientas de consenso desarrolladas por sus predecesores, y parece que la estrategia funciona en la interlocución con el Gobierno central.
No hay una receta socialista, ni tampoco nacionalista, al reto que afronta Canarias en estos momentos. Es la clave para entender la nueva normalidad política. Desarrollar esa genuina cultura del acuerdo, con instrumentos que permiten a las Islas expresar sus inquietudes con firmeza pero sin victimismo, es recoger la mejor herencia de nuestra autonomía en circunstancias, eso sí, mucho más difíciles. Saavedra y Hermoso, con todas sus discrepancias y traiciones, así lo hicieron. Román Rodríguez, Adán Martín, Paulino Rivero y Fernando Clavijo desarrollaron un discurso de Canarias en clave nacionalista, graduando el mensaje reivindicativo en función de la coyuntura, en tiempos, cierto es, menos exigentes desde el punto de vista de la eficiencia en el mando, como está comprobando el propio Rodríguez en su nueva etapa como integrante del Ejecutivo. Y ahora le toca a Torres, un líder pragmático que se ve puesto a prueba por dificultades que nadie previó. No pidamos que sea un héroe al estilo weberiano, pues la solución no tiene que ver con recetas caudillistas. Es todo el sistema político canario el que tendrá que asumir las credenciales del heroísmo en la definición del pensador alemán: pasión, responsabilidad y mesura. Si lo logramos habremos construido de paso nuestra propia leyenda de respuesta eficaz contra la dificultad extrema. Es el mejor servicio que la política puede hacer a Canarias en este momento, y la mejor receta contra los miedos que nos atenazan como sociedad y como pueblo.
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