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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

Seis de once (martes)

Seis de once (martes)

Román Delgado

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En los tiempos de antes, los previos a la primera cuarentena, yo desde el martes, como es este sexto día de once, ya estaba pendiente de cuándo se daría la oportunidad para escapar con los amigos entre semana al mejor guachinche del norte o a una selección impecable de dos o tres. Ese siempre fue (y lo seguirá siendo) uno de mis planes preferidos: telefonazo a la gente del barrio, notas detalladas de los lugares a visitar y para allá como una bala, por una autopista cansina siempre llena de coches a primera hora de la noche.

Ahora eso se acabó; ya no puede ser. Pedazo de obviedad. Pero todo llegará a su fin, también la primera y la segunda cuarentenas. Justo hoy, a través del chat, estuve intercambiando comentarios sobre esto con mis amigos de barrio y llegamos a la conclusión de que los que quedaban buenos, y me refiero a los vinos, seguirán igual de buenos mes y medio o dos meses después. Es un muy triste consuelo.

Lo que no he dicho hasta ahora, que me lo tenía bien guardado pero llega el momento de sacrificar ese triunfo, como se dice en el juego de la baraja, es que detrás del maquinista de La Victoria, o de donde sea ese humilde hombre, lo que yo siempre he visto es una persona de campo instalada en las medianías de Acentejo y con un pedazo de vino tinto en la bodega de su casa de caerse para atrás. Ahí, en la parte trasera y sin decirle nada a nadie. Por eso ya quiero convertirme en su amigo, pero ahora resulta que no viene a la capital y no sé si alguna vez se volverá a subir a la máquina pica-pica, quieta parada en el abandonado barranco.

Ese ha sido, y pido perdón de antemano, mi principal interés por la máquina pica-pica: el supuesto buen vino tinto que elabora su conductor. Sé que es difícil creerlo, pero ahora resultará más sencillo tras tan atrevida introducción de este seis de once. Hoy, como ya se dio ayer, la máquina sigue escondida y su sonido desaparecido. Así está el patio; perdón, el lecho del barranco. Lloro de pena.

Si es verdad, en cambio, que tan excelso trabajo del maquinista en días anteriores, antes de no vérsele el pelo por aquí, ha dado de sí un lago, un charco grande debajo de la única cascada que tiene el barranco a su paso por Duggi. Esta mañana parecía que Duggi era la caída de agua de la Fondada en la Caldera de Taburiente. Una exageración, sin duda, pero en todo caso bien traída.

Ya no llueve en la ciudad… La borrasca en que tanta fe había puesto dejó nieve en la cumbre, esta vez sin locura de coches hacia la cima. Y poco más: unas gotitas que no están mal pero ayudan menos de lo deseado. Noté que las precipitaciones de ayer no fueron para tanto cuando esta mañana me tocó, sin discusión motivada alguna, ir a dejar en sus contenedores distintos los residuos domésticos del fin de semana.

Esta vez, más solo que la una aunque fue a las diez, y si no fuera por los coches inamovibles en sus sitios de siempre de los últimos días, me quedé loco de lo bien que sonaba la calle: en los quince años y algo que llevo merodeando por el barrio de Duggi esta es la primera ocasión en que escucho que el ambiente está tomado por la música de los pájaros. Me quedé loco de ese estéreo en suelo urbano. Antes esto no lo había percibido ni un domingo por la mañana de Semana Santa con todos los chichas apretadísimos en el sur de la isla. ¡Qué va…! Ha sido fascinante: la gran sorpresa de este seis de once. Es una de las dos gratitudes del día, que ya luego contaré la otra.

Mejor lo hago ya porque la verdad es que ha sido una sorpresa tardía. Es una bobería, pero en los tiempos que corren resulta hasta una heroicidad. Hoy he comprobado que algunos vecinos de la torre gemela de viviendas, no en el undécimo, que es mi piso, sino en el duodécimo, que es su ático, aprovechan la azotea para darse unos paseos con auriculares puestos que duran toda la tarde.

Hilvanan kilómetros y kilómetros todos los días a una altitud considerable para tratarse de una ciudad costera como es Santa Cruz de Tenerife. Me han dado envidia por ese campo de fútbol que tienen encima de tanto hormigón armado, pero más todavía por el espacio libre, de puro terraceo, disponible para tomar un buen vino acompañado de charla lenta y observación astronómica sin artilugios colocados junto a los ojos, ahora que el cielo se deja amar.

Ahora miro a través de mi ventana indiscreta del ala oeste y ella sigue allí. Da vueltas y vueltas y no sé si escucha música o señal de radio. No lo sé, pero tal y como se han puesto los días, con sonido celestial de la naturaleza, yo me quitaba esos tapones de los oídos. Esa terraza, para unos vinos tardíos y un diálogo que resuelva el mundo, será lo mejor de lo mejor. Para esto sí echo de menos esa azotea hoy tan preciada, tan perseguida y tan poco comunitaria en el mismo corazón de la ciudad, en esto que conocemos con el bonito nombre de Duggi.

Esa azotea dará alguna sorpresa más, esto seguro, y yo estaré pendiente de lo que allí ocurra. Con la máquina pica-pica fuera de plano, no me queda más remedio que optar por ese alimento, que ya verán que será jugoso.

Lo tengo que dejar aquí porque llega el momento de los aplausos, a los que siempre me apunto y además lo hago con máxima intensidad. En nada empiezan y ya estoy dando palmas conforme camino hacia el lado sur de la casa, la parte desde la que mejor se ve el tan triste barranco.

Me voy a negro porque ahora sí me tengo que poner con otra cosa. Es el teletrabajo, amigos.

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