“El fin de la vida”: el calvario de mi esposa
Un hombre irrumpió a las tres de la madrugada del pasado 20 de octubre de 2021 en el hospital de Marsella donde su mujer agonizaba, sacó una pistola, le disparó y luego acabó con su vida con el mismo arma. Según parece, el hombre actuó siguiendo los deseos de su esposa que padecía ELA (1).
Empatizo plenamente con esa pareja y me encolerizo ante un sistema que no les ofreció otra salida a un calvario tan terrible como previsible. Y es que mi esposa Sophie atravesó el mismo calvario durante casi tres años hasta su muerte el pasado 1 de julio.
La esclerosis lateral amiotrófica, o ELA (2), afecta cada año a unas mil doscientas personas en Francia. A causa de un proceso degenerativo que a día de hoy no se termina de explicar, esta enfermedad provoca el deterioro del sistema nervioso, lo que da lugar a la incapacidad motriz, empezando normalmente por una mano, luego la otra, después las piernas, y así sucesivamente hasta finalmente afectar el cuello. Llegado a este punto, la enfermedad impide a quienes la padecen hablar, comer e incluso tragar agua. El paciente suele morir en el transcurso de los tres años siguientes a la aparición de la enfermedad, ya sea por paro cardíaco, asfixia, agotamiento –el cuerpo se funde con los huesos al atrofiarse los músculos– o por inanición.
De momento, esta enfermedad no tiene cura. En algunos casos se puede retrasar su progresión con un fármaco llamado Riluzol. No se sabe por qué y cómo funciona, o por qué el medicamento no funciona tan bien en algunos pacientes, como ocurrió con Sophie, a pesar de que tomó Riluzol con rigurosa disciplina nada más ser diagnosticada de ELA en octubre de 2019. Tampoco se sabe por qué algunas personas pueden vivir durante años o incluso décadas padeciendo ELA, como fue el caso del científico británico Stephen Hawking. Lo único que se sabe con certeza es que el diagnóstico de ELA no es sólo una sentencia de muerte, sino también una tortura tanto física como psicológica.
Imagine que, paulatinamente, usted comienza a perder sus capacidades físicas. Que un día ya no puede coger un bolígrafo para escribir o un tenedor para comer. Que un día ya no puede caminar hasta llegar a no poder siquiera mantenerse en pie. Que un día no le es posible hablar con claridad hasta llegar al punto de no poder pronunciar palabra alguna.
Imagine el terror de experimentar semejante proceso hacia la muerte, con plena consciencia y uso de sus facultades mentales, pero bajo la total dependencia de otros. Preso dentro de un cuerpo que cada día se vuelve más flácido, esquelético, disminuido y adolorido; desvaneciéndose cada día sin remisión y sin descanso.
He sido testigo de ese terror en el rostro de mi amada esposa, quien lo sufrió día tras día durante años. No me cabe la menor duda de que ese mismo terror fue el penúltimo gesto que el hombre en Marsella observó en el rostro de su mujer cuando se disponía a acabar su vida. Porque el último gesto que seguramente advirtió ese hombre fue el de una profunda gratitud reflejada en los ojos de su moribunda pareja. Y es que yo pude percibir esa emocionada gratitud en los ojos de Sophie cuando cuidaba de ella. Aún me percato de esa emoción cuando miro las fotos que le hice antes del final y todavía me rompe el corazón.
Tampoco me cabe duda de que la agonizante esposa del improvisado pistolero de setenta y un años seguramente le pidió, mientras aún podía comunicarse con él, que la ayudara a poner fin a su vida. Lo sé porque Sophie así lo hizo. Desde el principio hasta el final mi esposa me rogó que la ayudara a suicidarse.
Me avergüenza admitir que fui demasiado cobarde para cumplir su deseo. Tuve el valor de verla sufrir, de cuidarla desde primera hora de la mañana hasta última hora de la noche, de amenizar sus interminables días de dolor y de angustia, de masajear lo que quedaba de su frágil cuerpo, de amarla por encima de todo y sin nada importarme en lo que sus carnes se habían convertido; tanto como amé todo lo que ella fue para mí a lo largo de veinticinco años. Pero no tuve el valor de sacarla de su miseria.
Me avergüenza admitir que fui demasiado cobarde para cumplir su deseo. Tuve el valor de verla sufrir, de cuidarla desde primera hora de la mañana hasta última hora de la noche, de amenizar sus interminables días de dolor y de angustia, de masajear lo que quedaba de su frágil cuerpo, de amarla por encima de todo y sin nada importarme en lo que sus carnes se habían convertido; tanto como amé todo lo que ella fue para mí a lo largo de veinticinco años. Pero no tuve valor para sacarla de su miseria. No porque no quisiera, sobre todo cuando me di cuenta de que lo peor aún estaba por llegar para ella. No lo hice porque sabía que tarde o temprano sería llamado a responder por ello ante los tribunales.
He asistido a juicios como periodista, testigo y miembro del jurado. Me hago cargo de lo que habría ocurrido de haber cumplido el deseo de Sophie: el fiscal habría insinuado que yo había actuado por interés propio, no por piedad; al fin y al cabo, su trabajo es buscar un motivo para justificar una condena. En el mejor de los casos, el tribunal se habría compadecido de mí, me habría trasladado una comprensible simpatía para luego condenarme. Porque así es la ley. Y para el resto de mis días permanecería fichado y tildado de asesino.
Los médicos y las enfermeras que nos acompañaban hacia el final temían lo mismo. En un momento dado, les compartí uno de los últimos mensajes que Sophie fue capaz de teclear en su teléfono móvil: “Quiero morir”, escribió, solicitando seguidamente que viajáramos a Bélgica, país donde tantos franceses van a encontrarse con el “Ángel de la Muerte”, un apelativo que, en este caso, debe de entenderse de manera literal.
Así que, junto a Sophie y a su familia, pedí a los médicos que redactaran una carta dirigida a un médico belga para cumplir el ruego de mi esposa. “No es necesario”, respondieron. El personal médico aseguró que cuando llegara el momento en el que desaparecieran las últimas muestras de autonomía de Sophie, la inducirían a un estado de “sedación profunda y continua” para que muriera sin más sufrimiento.
Pero ese momento nunca llegó. A pesar de la solidaridad, la generosidad y la ejemplar amabilidad de los médicos, su actuación estaba constreñida por protocolos muy, muy estrictos. Así lo comprendí cuando leí los informes de sus valoraciones tras los controles que le practicaban a mi esposa. Dichos informes apuntaban a precisos criterios de evaluación física que los llevaban a concluir que a Sophie aún le quedaban meses de vida. Y es que la ley francesa del 2 de febrero de 2016 que rige “el derecho a un final de vida digno acompañado del mejor alivio posible del sufrimiento”, establece como condición para procurar ese alivio que el “pronóstico vital esté comprometido a corto plazo” (3).
Ese no fue el caso de Sophie. En las últimas semanas de su vida, su mandíbula se dislocaba con frecuencia, un horror añadido y un obstáculo insuperable para su nutrición, ya que ella se negaba a la intubación, pues entendía aquello como otra artificiosa e innecesaria manera más de prolongar su sufrimiento.
Sophie murió a la mañana siguiente de volver de urgencias, a donde la llevé en mitad de la noche cuando se le dislocó la mandíbula por enésima vez y a pesar del vendaje que le habían atado los médicos en la cabeza. Esta lesión recurrente no era lo suficientemente grave como para poner en peligro su vida, pero sí para destruir sus últimas fuerzas y ánimo vital.
Esto es lo que lleva a que un hombre dispare a su mujer y luego acabe con su propia vida. Para muchos, incluso para algunas de las personas que leen estas líneas, podría parecer que ese hombre era un monstruo, un loco. Para mí, se trata de un hombre que sacrificó su vida para sacar a su esposa del infierno. Fue más noble, más generoso y humano que yo.
Los recuerdos de mi esposa moribunda y su sufrimiento me perseguirán por el resto de mi vida. Pero ese sufrimiento debería de ser tomado en consideración por todas aquellas personas que en Francia siguen negándose a que los enfermos que atraviesan este tipo de circunstancias tengan el derecho a decidir, mientras puedan expresar sus deseos, poner fin a una vida que ya no tiene sentido. El sufrimiento es inevitable y forma parte de vivir, por supuesto, y a veces el sufrimiento hasta tiene sentido. Pero ¿es esto razón suficiente para prolongar y aumentar el terrible padecer de las desafortunadas víctimas de enfermedades tan crueles?
En abril de 2021, la Asamblea Nacional sometió a votación el primer artículo de un proyecto de ley sobre el libre derecho a decidir “el fin de la vida” que permitiría acortar en el tiempo las desgracias que estas enfermedades suponen para quienes las sufren. Desafortunadamente, y aunque nueve de cada diez franceses se han manifestado a favor de esta ley, el proceso legislativo se vio truncado por cinco diputados que presentaron una retahíla de enmiendas. La ministra de Sanidad lamentó entonces las prisas por abrir “un debate de esta envergadura” en plena pandemia.
Un debate que el presidente Emmanuel Macron recientemente ha anunciado continuar mediante una “convención ciudadana” y un posible referéndum sobre el derecho a morir dignamente (4).
Puedo entender y respetar que algunas personas tengan razones para oponerse a una ley que otorgue el derecho a poner fin a sus propias vidas. Que esgriman razones honestamente fundadas en sus creencias y valores. Pero yo les digo: no puede haber creencias ni valores que justifiquen obligar a nadie a prolongar un sufrimiento insoportable. Eso es lo que lleva a una persona a cometer un asesinato por amor.
Si fuera un monstruo, desearía que esas personas que se oponen a una ley que permita a las personas decidir sobre sus vidas sufran el mismo calvario que más de mil franceses sufren cada año. Pero no soy un monstruo. A ellos y a sus seres queridos les deseo que nunca se vean obligados a enfrentar el fin de la vida de semejante manera.
______________________________
Notas:
1 “Marsella: se reabre el debate sobre el final de la vida tras la muerte de una mujer de 60 años asesinada por su marido en el hospital del norte” (France 3).
2 Para saber más acerca de esta enfermedad, consulte la web de la Asociación Española de Esclerosis Lateral Amiotrófica.
4 “Fin de la vida: Emmanuel Macron anuncia una convención ciudadana ‘en octubre’” (TF1).
Artículo originalmente publicado en francés por la Asociación por el Derecho a Morir Dignamente (Association pour le Droit de Mourir dans la Dignité).
Traducción: Luis Martín.
0