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Carne de poema

INDRA

Indra Kishinchand López

La última vez que tuve que escribir un lunes utilicé 20 minutos para contar lo que me había pasado un miércoles. La semana siguiente entendí que era mejor empezar mi relato la madrugada del domingo y dejar reposar las palabras hasta que destilara la resaca y la tristeza. El problema es que fui incapaz de rescatar el texto con el mismo dolor y solo reescribía las frases con la intención, esta vez sí, de parecer que sabía lo que me decía el tiempo.

Aún así, si pudiera repetir las horas, no le pediría más minutos para un folio en blanco, sino que le rogaría que acortara la distancia que me separa de lo que quiero ser. Si tuviera ese poder, escalaría con asombro cada kilómetro hasta llegar a un desierto de mentiras; ruinas pegadas al mar que susurrarían “te lo dije” con cada ola.

Últimamente, para evitar ese reproche sosegado, hablo más de lo normal. Relleno cada silencio con la esperanza de que no exista hueco en el que nadie pueda preguntarme qué fue de aquella historia que conté cuando observaba la vida con reserva. Para que nadie pueda cuestionarse si soy realmente feliz o si existe agujero por el que se me escapa el aliento. Ahora que completo el sosiego con mentiras me doy cuenta de lo fácil que es arruinar una esperanza.

Siempre supe que juntar letras significaba mucho más que aprender el abecedario. Me recuerdo los sábados leyendo un periódico para niños y riendo para disimular que en realidad no entendía del todo aquellos dibujos. Me recuerdo en mi isla, con doce años y un cuaderno lleno de poemas de los que ahora me avergüenzo, pero solo un poco. Me recuerdo con 18 años en una ciudad rodeada de montañas en la que creía ver el mar, con 23 en un océano que se convirtió en casa; me recuerdo en todos esos momentos y solo veo las palabras que fueron y las que no. Solo soy capaz de quedarme con quienes convirtieron cada verso en un hecho y me abruma pensar que yo no fui una de esas.

Ahora que reniego de todo aquel que no es capaz de encontrar el equilibrio entre sus versos y sus verdades, pienso que yo también fui como ellos. Que lo seré pronto. Que tal vez lo estoy siendo y puedo salir de mí misma para descubrirme rodeada todos los que, hoy con razón, me recuerdan sus advertencias.

Siempre supe que juntar letras significaba mucho más que aprender a hablar. Por eso me gustaba callar como parte del juego. Un entretenimiento aquel en el que me había pedido ser cobarde, pero en el que tuve que aprender que la valentía no era, como antes, solo una voz sin movimiento; aunque perdiera siempre, aunque enmudeciera siempre.

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