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La fidelidad de las convicciones

José Miguel González Hernández

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¿Por qué hacemos lo que hacemos? ¿Para qué lo hacemos? ¿Qué secreto inconfesable se esconde tras nuestros actos? Mucha de las veces lo haremos por la recompensa que nos viene desde el exterior, tanto dineraria como de besos y abrazos, o incluso por no recibir un resultado negativo como es una sanción o un castigo, sin que por ello tengamos un interés desaforado por la actividad en cuestión.

Por el contrario, en otras ocasiones se asocia a nuestros sentimientos de placer personal que nos hacen crecer como persona, incorporando el deseo y la vocación en un elevado estatus, a la vez que minimizamos la sensación de frustración asociada al fracaso.

Está claro que no podemos querer volar sin antes disponer de alas. Por ello, lo primero que queremos es tener cubiertas nuestras necesidades biológicas y, para ello, pondremos todo lo necesario para tener acceso a ellas más allá de la mera respiración.

Una vez somos un organismo vivo, necesitamos cierta estabilidad. Una estabilidad que nos ofrezca una seguridad de pervivencia a lo largo del tiempo para luego poder identificarnos como parte de un todo. Es decir, pasados de estado individual al colectivo como parte del reconocimiento que normalmente necesitamos porque de nada te vale saber un buen chiste si no tienes a quién contárselo.

Y ¿dónde está el límite? Tanto si lo asumimos como una división, ya sea física o simbólica, que marca una separación o como si lo tratamos como una magnitud a la que se acercan de manera progresiva los términos que conforman una secuencia infinita de magnitudes, lo cierto es que no debemos ponernos límites. Mejor dicho, no nos debemos anticipar a creer que no tendremos capacidad de lograr las metas que nos proponemos. De esta forma, es mejor avanzar hacia donde creamos conveniente (con libertad, pero sin libertinaje) y que sean las propias circunstancias las que nos pongan a prueba.

Permitir que lo que circunda a nuestro alrededor decida que debemos sentir o hacer termina por pasarte factura, empezando por faltarle el respeto a tu propia persona. Cuando tienes la sensación de que el protagonismo lo tiene el resto y tú asumes un papel secundario, creo que se acerca el momento de tomar las riendas y dar, si se hace necesario, un contundente zapatazo. No hay nada que se ubique por encima de la dignidad. Ni siquiera una mera inserción laboral que no permita una completa inserción social. De nada vale ni hundirte, ni configurarse con una personalidad agresiva. Ahí lo único que vale es hacer lo correcto. ¿Y qué es lo correcto? Ser fiel con nuestras convicciones, sin pensar que son inalterables porque se puede y se debe aprender en todo momento. Y es que los extremos se corrigen con conocimiento.

A partir de ahí puedes, o bien configurarte como una persona que recibe pasivamente las influencias del entorno sin más motivación que la supervivencia, o bien como otra que afecta a los demás (a ser posible, de forma positiva) con el objeto de ser dinamizadora para que sucedan cosas. Cosas buenas, claro está. En definitiva, o eres vagón o eres locomotora. Tú decides.

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