Espacio de opinión de Tenerife Ahora
Inflexiones
Hace tres meses que guardo una lista con palabras de todos los poemas que leo. Cuando olvido cómo describir la supervivencia recurro a aquellos versos y re- construyo los lugares donde nunca estuve. Imagino, por ejemplo, Berlín en verano, Bombay en febrero o Argentina un jueves cualquiera. Pienso entonces cómo sería visitar Irán o recorrer Jordania; vivir en un viaje infinito en el que solo existen grietas por donde se cuela la ambición.
Durante ese tiempo en el que escribo solo puedo escuchar el silencio o la misma canción en bucle, como si cada nota estuviera comprometida con un folio. Únicamente soporto la presencia de algún libro y de paredes rotas por la nocturnidad. Si ese ambiente no existe, cierro los ojos, imagino que cualquier circunstancia es la mejor, y desaparezco para bucear en mis recuerdos.
La última vez que tuve que modificar un texto me puse mi vestido negro, apagué la luz y encendí una vela. Fue como una cita en solitario para contemplar en directo la demolición del miedo. Mi mejor vestido para explicarle a quienes decían que mis palabras eran siempre grises que no tenía otro modo de aliviar mi sonrisa. Que solo entonces era capaz de no ocultar ni siquiera la verdad.
Porque después de todo yo sé que el amor salva, que soy triste pero a veces estoy feliz. Yo sé que durante la batalla nadie se conserva sin rasguños, que las cenizas vuelven libres. Yo sé que el dolor punzante se convierte en alivio y libertad, que las ciudades del invierno también tienen su deshielo. El problema no es el desconocimiento, sino saber creer y no querer; renunciar a todo lo que otorga calma para convertirse en cómplice de la incomodidad; decirle que no a la eternidad con la única condición de asegurarse una muerte entre papeles ardiendo.
Cuando subo a la azotea y veo el mar a lo lejos ni siquiera eso es un problema. Cuando observo los tejados de cualquier capital me dan ganas de romper todos los espejos que hay en las plazas para que los habitantes puedan escalar en sus expectativas y admirar el mismo cielo por el que vagan sus aviones. Sin embargo, me vence la desgana y me quedo, como cada tarde, esperando a que llegue la oscuridad y que esconda todas las horas en que me pienso clavada en otro muelle. Cuando subo a la azotea siento que tal vez nada es imposible, que la probabilidad no es capaz de calcular nada de lo que importa. El verdadero inconveniente es que, cuando subo a la azotea, me doy cuenta de que vivo en un cuarto sin ascensor. Sin mar y sin azotea.