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Meditaciones a media voz

Carlos Castañosa

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Ante cualquier cuestión que se divulgue desde los medios de comunicación, debe diferenciarse la información propiamente dicha y de la opinión personal. Esta puede verse afectada por sentimientos individuales o ideas más o menos radicales, con el riesgo de confundir al receptor del mensaje. La responsabilidad del comunicador hacia la opinión pública es ofrecer la veracidad limpia y sin entreverar.

Para solo informar, basta con transcribir el hecho real con la asepsia de una redacción o locución correctas que faciliten la interpretación del lector u oyente.

Pero la opinión como tal requiere otros condicionantes. El principal: conocimiento suficiente sobre el tema a tratar. No sirve hablar de oídas ni comentar, a favor o en contra, lo que otros han escrito o dicho antes, sin haber contrastado previamente los datos recibidos de segunda mano mediante el acceso a fuentes correctas y fiables que confirmen la validez del contenido.

El respeto a la opinión pública y su derecho a la veracidad exigen del periodista, del comunicador, tertuliano o columnista, la pulcritud moral de exponer la realidad, no desde el deseo de que las cosas sean como a mí me gustaría que fuesen, sino con la aplicación estricta del sentido común y la inteligencia debidamente orientada hacia la buena fe por el uso de razón.

Es imprescindible tener en cuenta que lo que se dice o se escribe llega a gran número de personas que leen o escuchan un criterio ajeno; el cual elaboran e interiorizan a favor o en contra. Es por lo que debe evitarse, desde la voz o la letra emitidas, contaminar el discurso que ha de cumplir los principios deontológicos de informar, formar y entretener.

Cuestión aparte merecen situaciones puntuales que afectan la teoría de lo hasta aquí expresado: la primera y más importante habla del derecho constitucional a la libertad de expresión e información, según consta en las palabras de oro del artículo 20 en nuestra Carta Magna, cuyo límite alcanza hasta un punto de colisión donde se puede invadir otro derecho fundamental: el honor de las personas. Es una redacción diáfana e incuestionable; sin embargo, en la realidad suele ser una sentencia judicial la que dilucida sobre esa difusa frontera.

El verdadero baldón que afecta a la libertad de expresión, paradigma del sacrosanto concepto de democracia, tiene una doble vertiente. De un lado, la legítima línea editorial de algunos medios, escasos pero reseñables, que impiden injerencias externas que no comulguen con su ideario y censuran unilateralmente cualquier intervención ajena por inconveniente. Y por otra parte, la necesidad empresarial de defender sus intereses económicos, so pretexto de proteger los puestos de trabajo, más o menos precarios, en determinados negocios editoriales sustentados con la publicidad institucional que cercena la obligación moral de la crítica negativa, cuando corresponde a organismos oficiales, personajes públicos o instituciones que pagan en cuñas y anuncios para acallar lo que no interesa difundir. En ambos casos, se contraviene la parte del aludido artículo 20 que habla del derecho del ciudadano normal a acceder a la verdad.

Capítulo aparte merecen las campañas electorales, donde candidatos de todos los colores obtienen carta blanca para, desde los medios y previo pago, mentir impunemente a los ciudadanos normales. Políticos que llevan décadas en la poltrona y encuentran el foro propicio para prometer, una vez más, que en la próxima legislatura harán lo que no han sido capaces de hacer en treinta años. Falsas promesas a las que añaden maledicencias o insultos para denigrar al contrario. Fotos en barrios y mercados, saludando a los futuros votantes, con niños en brazos y ofreciendo titulares huecos pero llamativos, que no hablan a favor del prestigio de una profesión informativa, formativa y amena para el público; vocacional por excelencia, cuya deontología se basa en principios éticos y valores morales ajustados a derecho.

Amén de las demoledoras campañas de desprestigio urdidas desde el poder contra determinados colectivos, mediante la utilización masiva de los medios, aplicando la perversa técnica propagandística de las “armas silenciosas para guerras tranquilas”.

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