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El relojero

José Miguel González Hernández

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Fue un afamado relojero que, pese a que la profesión le vino derivada, al final pudo comprobar cómo el aprendizaje y la formación pueden generar una inquietud cercana a la pasión por una actividad productiva. El ser garante del tiempo le ofrecía un poder que el resto de los congéneres no llegaba a albergar. De él dependían muchas personas en relación con el cumplimiento de sus obligaciones y así, al final, tener acceso a una serie de derechos. No era especialmente obseso de la puntualidad, pero sí del rigor. Ya si las personas usuarias de un reloj querían poder un adelanto de cinco o diez minutos que pudieran compensar la falta objetiva de compromiso con el horario, lo que tenía que asegurar es que fuera constante hasta el infinito y más allá.

Las innovaciones tecnológicas se iban convirtiendo en retos. Había empezado por conocer la estructura interna para descubrir cuál era el mecanismo por el que las ruedas dentadas y esferas se movían hasta llegar a los microprocesadores más increíbles. Solo sabiendo cómo funcionaba algo, se podía albergar soluciones cuando se estropeaban o, simplemente, necesitaban un mantenimiento cotidiano. Era fascinante, y así lo transmitía a su clientela: cómo todos los pequeños componentes estaban entrelazados y sincronizados, cual orquesta sinfónica de renombre, sin que nada ni nadie despuntara respecto al resto. Y si había algo que distorsionaba, ahí estaba para reconducir la situación y dejarla tan impoluta como en el minuto cero de vida del reloj.

Se convirtió en un profesional de éxito y renombre, por su gesto tranquilo, por su seguridad en las soluciones y, cómo no, por su eficacia y certeza en los diagnósticos. Tanto fue así que se propuso como responsable de Hacienda. Si era capaz de cambiar piezas (no solo una mera pila), sino todo engranaje que se le pusiera a su alcance, para que todo funcionara igual, ¿cómo no iba a ser capaz de modificar aspectos tributarios para que la sociedad pudiera estar en una mejor situación sin que sus planes se vieran afectados?

Y lo consiguió. Alcanzó el puesto porque, dados sus antecedentes (y algún que otro contacto), se le permitió erigirse como el nuevo gestor de las finanzas en materia de impuestos como objeto último de recaudación, para su posterior redistribución en lo que él entendía como justicia. Pero cuál no sería su sorpresa al descubrir que las personas no funcionaban como un reloj. Comenzó a modificar impuestos y parte del tejido, tanto productivo como social, decidió movilizar sus preferencias hacia otros lares más acordes con sus planes. Instauró la locura y la incertidumbre. Aquello que vendía como aparente seguridad, terminó por ser comprado como un caos absoluto. ¿Por qué? Se preguntaba. Con los relojes nada fallaba. Todo era armónico. ¿Se estropeaba una pieza? Se reemplazaba y ya está para que todo volviera al momento inicial.

Lo que el relojero no sabía es que las sociedades son algo más complejas que un simple reloj, por muchas funciones que este tenga. No se trataba de cambiar una parte del todo, una pieza del engranaje, por muy minúscula que parezca, pensando que el resto funcionaría de igual manera. Las personas no son partes mecánicas que se comportan de forma idéntica, ni siquiera con el mismo entorno, sean cuales sean las condiciones de presión y temperatura. Somos seres, normalmente, racionales, pero con picos de altas dosis de irracionalidad (exuberante, muchas de las veces).

Después de la frustrante experiencia (fue destituido de forma fulminante) volvió a su relojería. Y ahí sigue siendo el mejor. Cambiando piezas y haciendo un trabajo infalible en el que se ve reconocido por la clientela, de ahí que, cuando se queda a solas, se mira al espejo y piensa: ¿por qué no servían sus procedimientos? Y lo vio claro. La sociedad estaba equivocada. Él no. Tendría que hacer algo contundente al respecto.

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