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Sobre este blog

La cueva

A veces entro en cuevas para contemplar pinturas que tienen, me dicen, decenas de miles de años. Es barato, están cerca, en verano se está fresquito, no te mojas si llueve y no hace demasiado frío en invierno. Me parece, además, que es una buena manera de reencontrarme con mi insignificancia. De una cueva con pinturas milenarias salgo como si hubiese ido al masajista y me hubiese quitado un montón de contracturas de encima: duele un poco al principio pero qué alivio después. Contemplo las ciervas, las formas geométricas o los caballos y me asomo con ellos al abismo del tiempo de los hombres, al agujero tan negro de la historia. Veo las manos en negativo impresas sobre la piedra rugosa y me siento tentado de poner mi mano sobre esas huellas primitivas, como si a través de ese gesto pudiese saludar a quienes decidieron hace miles de años decir: “Estoy aquí”. Entregado a su contemplación la vida encuentra su verdadera dimensión y es más fácil asomarse con claridad a todo lo esencial.

Luego, al salir, me entran unas ganas terribles de escribir mensajes y ocultarlos para que los encuentren los habitantes del futuro. No pienso en trascender sino en gastar bromas macabras. Como me gusta dar sustos (extraña reminiscencia de la niñez que aún conservo intacta) me imagino escribiendo mensajes inquietantes detrás de los armarios, debajo de las piedras, en el sótano de mi casa. No sé, pienso en un habitante del año 2150 retirando una estantería apolillada en el que hoy es mi hogar y descubriendo un mensaje escrito en la pared que diga: “Los fundadores de esta casa permanecemos a tu lado completamente muertos”. Otras veces me planteo indicarles que hay un muerto emparedado en el salón. Hace años escribí un poema hablando de cosas así. Se me ocurren muchos mensajes con los que inquietar a los habitantes del mañana: “Ten cuidado”, “no estás solo”, “mira en los armarios”, “cuando ocurra no grites” o, el sugerente, “sucederá en las escaleras”. Pienso también en escribir los mensajes en latín o del revés, es una tontería pero me parece que así les dará más miedo: “Odadiuc net”.

Me divierto pensando un rato en estas cosas disparatadas pero al final nunca escribo nada, quizá porque no estaré aquí para verlo y así la broma no tiene tanta gracia, quizá porque esos mensajes inquietantes escondidos detrás de los muebles o bajo las alfombras podrían acabar inquietándome a mí. Así que no hago nada, simplemente me siento y contemplo las paredes de mi casa que es de alguna manera mi refugio y mi cueva y pienso, con una extraña nostalgia, en quienes la habitarán cuando yo no esté.

A veces entro en cuevas para contemplar pinturas que tienen, me dicen, decenas de miles de años. Es barato, están cerca, en verano se está fresquito, no te mojas si llueve y no hace demasiado frío en invierno. Me parece, además, que es una buena manera de reencontrarme con mi insignificancia. De una cueva con pinturas milenarias salgo como si hubiese ido al masajista y me hubiese quitado un montón de contracturas de encima: duele un poco al principio pero qué alivio después. Contemplo las ciervas, las formas geométricas o los caballos y me asomo con ellos al abismo del tiempo de los hombres, al agujero tan negro de la historia. Veo las manos en negativo impresas sobre la piedra rugosa y me siento tentado de poner mi mano sobre esas huellas primitivas, como si a través de ese gesto pudiese saludar a quienes decidieron hace miles de años decir: “Estoy aquí”. Entregado a su contemplación la vida encuentra su verdadera dimensión y es más fácil asomarse con claridad a todo lo esencial.

Luego, al salir, me entran unas ganas terribles de escribir mensajes y ocultarlos para que los encuentren los habitantes del futuro. No pienso en trascender sino en gastar bromas macabras. Como me gusta dar sustos (extraña reminiscencia de la niñez que aún conservo intacta) me imagino escribiendo mensajes inquietantes detrás de los armarios, debajo de las piedras, en el sótano de mi casa. No sé, pienso en un habitante del año 2150 retirando una estantería apolillada en el que hoy es mi hogar y descubriendo un mensaje escrito en la pared que diga: “Los fundadores de esta casa permanecemos a tu lado completamente muertos”. Otras veces me planteo indicarles que hay un muerto emparedado en el salón. Hace años escribí un poema hablando de cosas así. Se me ocurren muchos mensajes con los que inquietar a los habitantes del mañana: “Ten cuidado”, “no estás solo”, “mira en los armarios”, “cuando ocurra no grites” o, el sugerente, “sucederá en las escaleras”. Pienso también en escribir los mensajes en latín o del revés, es una tontería pero me parece que así les dará más miedo: “Odadiuc net”.