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Contra el exceso de distopía

¿Qué significa el ambiente apocalíptico que presentan tantas series y películas? ¿Qué nos dice sobre nosotros y nosotras y el momento histórico que vivimos?

Distopías futuristas monocolores que muestran un mal uso de la biotecnología, la energía, la robótica, las redes sociales, la política, se amontonan con otra tantas series y películas sobre poseídos, muertos vivientes, vampiros, renacidos. Vale que a todas nos gustó la crítica social de Black Mirror, y que las emulaciones de 1984 al estilo siglo XXI en las cadenas de series contienen un cuestionamiento más que pertinente a la creciente incivilización, pero ¿de verdad que la imaginación o los presupuestos sólo dan para esto? No sé si es sólo cosa mía, pero siento que las plataformas audiovisuales más extendidas rezuman un apocalipsis asfixiante.

Tiene que haber mucha ficción que muere sin llegar a nacer, muchos proyectos que se quedan en el tintero por falta de financiación. Tiene que haber historias de amor corriente, narrativas de la vida cotidiana, ficciones sobre viajes ilusionantes, series que transmitan poderío y entusiasmo que estas otras no dejan salir adelante pero, ante todo, es interesante reflexionar sobre el significado de este ambiente apocalíptico televisivo, sobre lo que nos dice acerca de nosotras mismas y el momento histórico que vivimos.

En Nueva Ilustración radical (Anagrama, 2017), Marina Garcés llama a nuestra impotencia actual “analfabetismo ilustrado”: lo sabemos todo, pero no podemos nada y, pese a tener todos los conocimientos de la humanidad a nuestra disposición, sentimos que sólo podemos frenar o acelerar nuestra caída en el abismo, la llegada de apocalipsis. Lo resume con un fantástico lema: “Un mundo Smart para unos habitantes irremediablemente idiotas”.

Garcés critica nuestra rendición, la del género humano completo, justo en el momento en el que disponemos de más conocimiento y en el que la globalización, que tanto tiene de negativo, muestra la cara positiva —e irremediable— que supone al permitirnos afrontar “nosotros y nosotras” real. Disponemos de conocimiento de lo que ocurre de punta a punta del planeta y, sin embargo, no somos capaces de generar un universal recíproco y acogedor, y podemos añadir que, para colmo, la antiglobalización empieza a ser comandada por quienes crean ideas del nosotros reduccionistas, refugiándose del miedo en identitarismos excluyentes, xenófobos.

Nuestro tiempo, reflexiona la filósofa catalana, es el tiempo del agotamiento: de los recursos, el agua, el petróleo, el aire limpio, de las ilusiones de desarrollo y crecimiento —al avistarse los límites físicos del planeta— e incluso del tiempo. Tenemos conciencia de vivir en el límite por lo que los viajes espaciales empiezan a convertirse en una posibilidad de huida para los más pudientes, egoístas y/o ilusos. A menudo sentimos carecer de futuro, y el presente ha pasado de ser aquello que tenía que durar para siempre —aquel Carpe diem que aún era consigna hasta los setenta— a ser aquello que ya no aguanta más, que se agota. Porque el colapso es hoy una amenaza real gracias al deterioro planetario y la mundialización de esa ideología tan pésima para la humanidad que es el ultracapitalismo individualista, el neoliberalismo del “Sálvese quien pueda”.

Por eso, esta pensadora afirma que ya no vivimos siquiera en una condición postmoderna, sino que, más bien, se trata de una condición “póstuma”: somos un “después de” —La Modernidad, la Postmodernidad…— sin después, y parece que nada cabe esperar que siga a lo que vivimos, pues existimos en un tiempo que no suma, sino que resta. Esto genera una conciencia de habitar en un tiempo de la condena donde ya no sólo no hay utopías a la vista, sino que ante todos nosotros se despliega una monumental nada precedida de las correspondientes catástrofes en las que se ceban las series y películas de las que partíamos.

Pero Garcés, por fortuna, quiere comprender este estado nuestro sin caer en la resignación y el temor, sin quedarse paralizada y sin respuestas, ni entregada al disfrute ante la debacle sin solución. Hay soluciones, tiene que haberlas. Somos lo suficientemente estúpidos para cargarnos el planeta, pero también capaces de hallar soluciones sorprendentes: la historia de la humanidad da buena cuenta de ello.

Buena parte de nuestra impotencia viene de la saturación de la atención, del torrente de informaciones que nos asolan y no podemos procesar. Cuando la información resulta incomprensible debido al exceso, se convierte en ruido que ahoga el pensar. Esto provoca diversas reacciones que van desde la huida —hablad mucho, que yo no escucho— o la, cada vez más común, adhesión acrítica a corrientes de opinión que nos seducen, hasta el seguidismo ciego de solucionismos radicales, entre los que se encuentra el simplismo fascista.

Así, la acción colectiva de los últimos tiempos se plantea menos como experimentación que como salvación, y un buen ejemplo de ellos son los socorristas del Mediterráneo. La política es más “rescate ciudadano” que un ámbito de generación de proyectos colectivos comunes. Esta omnipresencia de la muerte explica que el imaginario colectivo de nuestro tiempo ande rebosante de zombis, resucitados, vampiros… Vale que la cosas están mal, pero ¿qué es lo que hace que nuestra reacción sea rendirnos? Si Étienne de La Boétie levantara la cabeza, no daría crédito al constatar la inmensa servidumbre voluntaria que caracteriza a nuestro tiempo.

Garcés propone, contra la condición póstuma, una nueva ilustración radical que consiste, básicamente, en pensar, pero no sólo eso: se trata de pensar actuando, reconectando lo que sabemos del mundo y de nosotras y nosotros con nuestra capacidad de transformar las condiciones de vida, (re)pensar nuestra emancipación. Un nuevo “Atrévete a pensar” que tenga el componente práctico y la utilidad necesarios para salir del círculo maldito de la desesperación o la resignación. Sabemos criticar como nadie, pero si hay algo que merece la pena ser pensado por encima de todo es cómo vivir mejor.

Por suerte, esta semana el Congreso ha aprobado por unanimidad blindar la filosofía, volver a reconocer su importante lugar en la formación, en lo que se espera será una marcha atrás de la “Ley Wert” que tanto quiso contribuir a ese mundo smart de habitantes idiotas. Pero no es suficiente. La filosofía, el pensamiento, no debe estar sólo en la escuela ni debe ser sólo escolar: tiene que callejear, hacerse cotidiana, asomarse en todas partes. Nos va la vida en pararnos a pensar en medio del ruido y en hacerlo colectivamente… Porque, por mucho que se nos haya vendido esa idea del pensar solitario, el pensamiento es algo que se nutre del diálogo si no quiere resultar estéril: incluso la pensadora solitaria está siempre en conversación con otros y otras que han pensado antes o al tiempo que ella.

Y tal vez así, los miles de historias que seguro quedan en el tintero tengan una oportunidad. Tal vez así, muchas desertemos de la imagen unívoca y apocalíptica que transmite cierta ficción —y cierta crítica, y cierta política—, y exijamos un espacio para esa creatividad que refuerza la vida cotidiana, una vida vivible, digna de ser vivida. Junto a la costumbre y el clientelismo, De La Boétie señalaba los juegos y los pasatiempos, el placer simple, como explicación de la servidumbre voluntaria. Como dice Garcés: “Hemos perdido el futuro, pero no podemos seguir perdiendo el tiempo”.

¿Qué significa el ambiente apocalíptico que presentan tantas series y películas? ¿Qué nos dice sobre nosotros y nosotras y el momento histórico que vivimos?

Distopías futuristas monocolores que muestran un mal uso de la biotecnología, la energía, la robótica, las redes sociales, la política, se amontonan con otra tantas series y películas sobre poseídos, muertos vivientes, vampiros, renacidos. Vale que a todas nos gustó la crítica social de Black Mirror, y que las emulaciones de 1984 al estilo siglo XXI en las cadenas de series contienen un cuestionamiento más que pertinente a la creciente incivilización, pero ¿de verdad que la imaginación o los presupuestos sólo dan para esto? No sé si es sólo cosa mía, pero siento que las plataformas audiovisuales más extendidas rezuman un apocalipsis asfixiante.